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Don José compró dos pitos, uno para Riquín y otro para él, y ambos estuvieron pita que te pitarás todo el santo día. Si hubieran dejado a Isidora hacer su gusto, habría comprado lo menos dos docenas de botijos, uno de cada forma. Pero no compró más que cuatro.

Otros mozos aguijoneaban y enfurecían a la vaca, apaleándola con las chivatas y punzándola por detrás con pitacos o bohordos de pita. No siguieron mirando las Juanas lo que ocurría en la calle, porque más conmovedor espectáculo se ofreció de repente a sus ojos dentro de la sala misma. Apareció don Paco, a quien la criada había abierto la puerta, con una gran pelota colorada entre los brazos.

Desde luego resolvió que ellas le asistieran, y por ello pagaba más de lo justo. ¡Que nada falte; repetía veremos hasta dónde alcanza la pita! Nada de esto me dijo; lo supe más tarde de boca de la tía Pepa. El buen viejo se limitó a ofrecerme lo que acaso no le era dable hacer gastarse cuanto tenía.

En breve nuestro paquebote se llenó de lavanderas, fruteras y vendedoras de fruslerías y corotos de toda especie, algunos de los cuales fabricados de paja, cerda ó pita, me parecieron objetos de arte muy curiosos.

Se confesaron con dolor que si en el Paraíso celeste había tantos inteligentes como en el de la plaza de Isabel II, la pita que en aquel instante estaban dando a sus amiguitos debía de ser monumental. A seguida del canto vino la plática o conferencia del padre Ortega. Acomodóse el sabio escolapio en un rico sillón de ébano y marfil en el centro de la capilla.

Verá usted cómo canta ese Ratón Pérez, tía María. Cogió Marisalada rápidamente una hoja de pita, que estaba en el suelo y era de las que servían al hermano Gabriel para poner como biombos contra el viento norte delante de las tomateras cuando empezaban a nacer, y apoyándola en su brazo, a estilo de una guitarra, se puso a remedar de una manera grotesca los ademanes de Ramón Pérez, y con su singular talento de imitación y su modo de cantar y hacer gorgoritos, de esta suerte cantó: ¿Qué tienes, hombre de Dios, Que te vas poniendo flaaaaco? ¡Es porque puse los ojos En un castillo muy aaaalto!

Lucía el sol de un mediodía abrasador. La implacable intensidad de la luz me ofuscaba, haciéndome ver los términos lejanos como masas violáceas envueltas en una gasa blanca. La línea del último más bien se adivinaba que se percibía en los confines del horizonte luminoso. La naturaleza africana anunciaba ya su proximidad con los setos de pita y de higos chumbos erizados de púas.

Cuando Angelina hizo el último nudo y cortó el haz de pita floja, y lió el tallo con una tirilla de papel de China, alargó el brazo para observar a la distancia el efecto del ramillete. Miróle largo rato, y luego compuso las flores que no le parecían bien colocadas, encorvando los alambres, o dando con breve toque de sus afilados dedos, gallardía y expresión a las corolas.

A ratos corría velozmente; luego se detenía, y acercándose a los matorrales sacaba su sable y la emprendía a cintarazos con un chaparro o una pita; luego parecía bailar, moviendo brazos y piernas al compás de su propio canto, y también echaba al aire su sombrero portugués para recogerlo en la punta del sable.

La tía María estaba hilando al lado derecho de la chimenea; sus dos nietecitas, sentadas sobre troncos de pita secos, que son excelentes asientos, ligeros, sólidos y seguros. Casi debajo de la campana de la chimenea, dormían el fornido Palomo y el grave Morrongo, tolerándose por necesidad, pero manteniéndose ambos recíprocamente a respetuosa distancia.