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Mendoza continuó perfilándose, como decía Miguel, a más y mejor; cuando éste, encolerizado después de pagar la cuenta desahogaba con él su bilis, ponía una cara tan compungida e inclinaba la frente con tanta humildad, que la ira de su amigo disipábase como por encanto y concluía por reírse y resarcirse del dinero que soltaba con algunos sarcasmos que también resbalaban sobre la piel de Brutandor, sin lograr hacerle cambiar de conducta.

La fiebre está acompañada de sensacion de ardor, congestion irritativa en los ojos, en el oido, en el labio, en la garganta, estómago, uretra, y algunos dolores reumáticos: estas sensaciones tienen la misma importancia que las de escoriacion en las membranas mucosas de los órganos de los sentidos, y aun en la piel y en la region renal.

El fué quien tuvo tal confianza en su fuerza y en su ánimo, en el vigor de su brazo, en la aspereza del golpe, en la pesadez del arpón: él quien creyó poder atravesar la piel y la muralla de grasa, la dura carne del animal.

Este se hallaba sentado en un cubo, cosiendo con bramante unos pedazos de alfombra vieja que habían de servir de manta a la mula. Perdona que no me levante dijo con su voz de niño . eres de casa. ¡Ay, estas piernas!... Había sustituido la casulla de piel de conejo con la otra de las grandes solemnidades: la de espejuelos y cintajos de colores, que le daba el aspecto de un salvaje de teatro.

El Yahgan, desnudo, apenas cubierta la espalda con un fragmento de piel de otaria, baila entre la nieve, se adorna de plumas y se cubre la cabeza con una máscara.

Era el más ferviente admirador de Gallardo, aunque abusaba de las confianzas de la intimidad, permitiéndose advertencias y críticas. De encontrarse él en la piel del maestro, lo hubiese hecho mejor en ciertos momentos. Los amigos de Gallardo hallaban motivos de risa en las ambiciones fracasadas del mozo de estoques, pero él no prestaba atención a las burlas. ¿Renunciar a los toros?... Jamás.

Sin alzar los ojos del papel estiraba de rato en rato toda la piel de la boca, mostraba los dientes blancos, finos y claros, y por entre los huecos de ellos sorbía una gran porción de aire. Isidora, harto ocupada de su dolor, no hacía caso del anciano escribiente; pero este no cesaba de echar ojeadas oblicuas a la joven como buscando un motivo de entablar conversación.

Semejantes por sus formas al titubeante ensayo de una Naturaleza en estado de infantilidad o a las primeras intentonas artísticas de un cerebro primitivo, estas montañas eran de un basalto negruzco, que traía a la memoria la corteza rugosa de la higuera o la dura piel del elefante.

Pasados esos días, se saca y se la pone unas horas en agua fría; se lava, se quita la piel, y se pone a cocer en agua con zanahorias, clavo, perejil y cebollas, hasta que esté bien tierna; se saca del agua y se la mete en prensa durante un par de días.

¡Y qué alma! ¡Cuántas veces, cuándo los negros que eran transportados del África a las Antillas, entumecidos por el frío húmedo y penetrante de la cala, no podían arrastrarse hasta el puente para aspirar el aire durante el cuarto de hora que a este efecto se les concedía, cuántas veces, digo, el joven Kernok les hacía recobrar el movimiento y la transpiración de la piel a fuerza de golpes!