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Su nuevo corazón latía tan regularmente, que cualquiera hubiera creído que era el tic-tac del reloj que se hallaba sobre la mesa de noche... Hasta mucho después del amanecer permanecí allí, admirando la peregrina belleza de mi mujer, que se destacaba espléndidamente sobre su lecho de rosas rojas. No qué hora sería, cuando entró la doncella en la alcoba.

Durante los seis meses que permanecí en aquellas playas, mi contemplación ordinaria, mejor diré, mi sociedad habitual, era Cordouan. Perfectamente comprendía que su posición de guardián de los mares, de vigilante constante del estrecho, constituían aquella mole en una especie de personaje. De pie sobre el vasto horizonte de Poniente, se ofrecía á mis ojos bajo cien aspectos distintos.

El altar mayor y todo lo que cerca de él había se designaba mejor por la claridad que caía de las ventanillas de la cúpula; pero desde allí hasta el fondo, donde yo me hallaba, las sombras se iban espesando. Permanecí indeciso hasta que la monja, sacando un fósforo, me señaló con el dedo unos reclinatorios de terciopelo rojo que había arrimados a la pared del fondo.

Recordé a Sarto, al general Estrakenz, al cardenal con su ropaje púrpura; vi luego el rostro de Miguel el Negro y por último la esbelta figura de la Princesa. Permanecí largo tiempo absorto en mis recuerdos, hasta que mi hermano me puso la mano sobre el hombro, mirándome fijamente. La semejanza, como ves, es grande le dije. Creo que no debo de ir a Ruritania.

Yo permanecí algun tiempo, sin moverme, sin poderme mover, como si sintiese agobiada mi alma bajo el peso de tantos recuerdos y tradiciones.

Me dejé caer sobre un silloncito en que ella solía sentarse y permanecí allí algunos minutos presa de la más viva ansiedad, retenido a mi pesar por el deseo de saborear impresiones cuya novedad me parecía exquisita.

Aunque niño, y sin poderme dar cuenta profunda de aquel solemne momento de mi vida, lloré amargamente abrazado de su cuello; sentí su último calor vital con un íntimo estremecimiento de dolor, estreché sus manos descarnadas, me miré en sus ojos apagados y permanecí mucho, mucho tiempo a su lado, sollozando y enjugando mis lágrimas.

Por lo que á hace, durante todo el tiempo que permanecí en la Aduana, la luz del sol ó de la luna, ó el resplandor de la lumbre de la chimenea, eran idénticos en sus efectos; y tanto importaban, para el caso, como la mísera llama de una vela de sebo.

En Palencia permanecí dos horas; de modo, que sólo vi la Catedral. Estaba ya cerrada; pero pude admirar desde luego su gracioso conjunto, que es una especie de fortificación como la de Almería, con dos fachadas del más puro estilo gótico. Ya me retiraba, muy pesaroso de no haberla visto por dentro, cuando divisé al sacristán, que abría un postigo y penetraba en el templo.

Vas a salir de Aiglemont; hasta que te vayas, estaremos en la misma actitud en que estábamos. ¿Has comprendido?... Acepto tus condiciones puesto que he obrado mal contigo... Pero... yo... Magdalena... te quiero como siempre... Sin duda... el gato quiere al ratón con que juega... Adiós, Francisca. Hizo un movimiento para abrazarme, pero yo permanecí helada. Adiós, Magdalena... Eres dura...