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Actualizado: 4 de julio de 2025
Los ojos se perdían en tantas ruedas, sesgos y revueltas; involuntariamente todos seguían el cadencioso moverse del que danzaba, y todos, inmóviles en sus asientos, todavía se engañaban fantásticamente, creyendo cada uno ser el bailador, que no el que real y ciertamente llevaba la danza.
Mi anfitrión palideció como un hombre a quien anuncian un desastre, y salimos precipitadamente. Durante diez minutos hubo en aquella casa, tan sosegada poco antes, un ruido de pasos redoblados y voces indefinidas, que se perdían como en la agitación de un despertar.
Tales eran las inquietudes que atormentaban al Capitán y a Van-Horn, más prácticos que los otros en cosas de mar. Con todo, no perdían el ánimo, y para no asustar a sus jóvenes compañeros, trataban de parecer tranquilos y confiados. El junco estaba perdido, y se hacía absolutamente preciso abandonarlo cuanto antes.
La alimentación de Obdulia llegó a ser el problema capital de la casa, y entre las desganas y los caprichos famélicos de la niña, las madres perdían su tiempo, y la paciencia que Dios les había concedido al por mayor. Un día le daban, a costa de grandes sacrificios, manjares ricos y substanciosos, y la niña los tiraba por la ventana; otro, se hartaba de bazofias que le producían horroroso flato.
Tal vez le vigilaban discretamente y no le perdían de vista hasta convencerse de su completa inocencia. Pero esta vigilancia que él presentía nunca se hizo sentir ni le acarreó molestia alguna. En el tercer viaje á Salónica, el capitán de navío le vió una vez de lejos, saludándole con su grave sonrisa. Y no supo más del espía.
En cuanto hagamos nuestros preparativos y lleguemos á Inglaterra. ¿Van ustedes á fletar un vapor inglés? Sí. No queremos que un armador y una tripulación franceses participen de nuestra responsabilidad. Se levantaron. La noche avanzaba llenando con sus sombras el gabinete y en la semioscuridad del crepúsculo las caras perdían su aspecto real.
Todos se agregaban á ella, por el contagio del entusiasmo; el oficial unía su mano con la del soldado; las graves señoras levantaban las piernas y perdían el sombrero; las señoritas tímidas gritaban, con los cabellos sueltos; los rostros femeninos tenían esa expresión de locura entusiástica que sólo se ve en los días de revolución.
Murmuraban en su alma las sensaciones de aquellos días, y la asaltó el escrúpulo de que se juntaban a la unción de su espíritu vestigios profanos. Cerró entonces los ojos, apoyó la frente en los pies de la imagen. Algo, poco a poco, la enajenaba, algo que ya no era sensación ni sentimiento, sus ideas se perdían hacia un fondo de claridad interior, infinita; un vago canto la transportó.
La señá Eufrasia tronaba majestuosa con un pañolón de encendidas flores, admirado por todos, y que parecía agrandar su autoridad. Los árabes, por el contrario, perdían su aspecto interesante. No más casquetes rojos ni pañuelos de colores a guisa de turbantes y fajas.
Con tales ilusiones se fabrica el valor... «¿Y esto es todo?», parecían decir sus ojos. Recordaba con cierta vergüenza su refugio en el «abrigo»; se reconocía capaz de vivir allí, lo mismo que René. Sin embargo, los obuses alemanes eran cada vez más frecuentes. Ya no se perdían en el bosque; sus estallidos sonaban más cercanos. Los dos oficiales cruzaron sus miradas.
Palabra del Dia
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