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Triunfaba mi amo con la mucha ganancia; y viendo cuán bien sabía imitar el corcel napolitano, hízome unas cubiertas de guadamací y una silla pequeña, que me acomodó en las espaldas, y sobre ella puso una figura liviana de un hombre, con una lancilla de correr sortija, y enseñóme a correr derechamente a una sortija que entre dos palos ponía; y el día que había de correrla pregonaba que aquel día corría sortija el perro sabio, y hacía otras nuevas y nunca vistas galanterías, las cuales de mi santiscario, como dicen, las hacía, por no sacar mentiroso a mi amo.

La condesa se perdió por una pequeña puerta al fondo. La galería que acababa de atravesar era la de los Infantes; el lugar en que había entrado, era una galería densamente lóbrega, en la cual resonaban los pasos de la condesa de una manera sonora.

El arroyo se purifica cada vez más, pero al mismo tiempo deja de ser el mismo, y se pierde en la poderosa corriente del río, que lo lleva hacia el océano. Su pequeña masa, gota á gota y molécula á molécula, se ha confundido con la gran masa: la historia del arroyo ha terminado, al menos en apariencia.

La religión y la mujer quieren al hombre todo entero: una para creer, nos ciega; otra para amar, nos ofusca: ambas transigen con el olvido antes que con la indiferencia, y para ellas en el menor desfallecimiento hay perjurio, en la más pequeña falta de entusiasmo hay engaño. Ya no volveré a verla. Creyente o renegado, no debe existir para .

La aventajada situación en que se encuentra la isla de Mindanao la coloca fuera de la acción destructora de los vaguios, que sólo ejercen su influencia en una pequeña parte de la costa Norte. Electricidad. Los fenómenos emanados del fluído eléctrico son entre los de la naturaleza los que con mayor intensidad se desarrollan en el Archipiélago filipino.

Por mucho que retroceda a través de esos recuerdos tan insignificantes en su origen, tan tumultuosos más adelante, cuyo curso remonto no sin cierta dificultad, encuentro siempre en sus acostumbrados sitios, alrededor de la mesa de tapete verde, a la luz de las lámparas, aquellos tres rostros juveniles sonrientes entonces, sin la más leve sombra de una preocupación real, y que tanto y de tan diversas maneras debían entristecer algún día, pasiones y pesadumbres; la pequeña Julia con salvajismos de niño mimado; Magdalena todavía colegiala a medias; Oliverio conversador, distraído, elegante sin pretenderlo, atildado, vestido con gusto en una época y en un medio en donde los muchachos eran ataviados lo peor posible, manejando las cartas con viveza, rápidamente, con el aplomo de un hombre que ha de jugar mucho, sabiendo lo que hace, y de pronto diez veces en dos horas tirando los naipes bostezando, diciendo: «me aburro» y yendo a ocultarse en un rincón cualquiera.

Contaba yo tomar otro baño en el foso, llevando conmigo una pequeña escala que me serviría en primer lugar para esperar con relativa comodidad, poniendo la escala contra el muro y apoyando en ella manos y pies mientras estuviese en el agua. Llegada la hora, subiría por la escala al puente y de dependería que ni Henzar ni De Gautet lo cruzasen con vida.

Las celdas se componían de una pequeña antecámara, que daba paso a una sala también chica, con su correspondiente alcoba. El ajuar lo formaban en la pieza principal, algunas sillas de pino, una mesa y un estante, y en la alcoba, una cama que consistía en cuatro tablas sin colchón y dos sillas.

Aunque en muy pequeña escala, también podía Frasquito satisfacer otra curiosidad de Obdulia: la curiosidad, o más bien ilusión, de los viajes. No había dado la vuelta al mundo; pero ¡había estado en París! y para un elegante, esto quizás bastaba. ¡París! ¿Y cómo era París?

En un rincón estuvo la pequeña capilla literaria cuyo pontífice fué el magnífico don Manuel Fernández y González. Allí escribió El cocinero de su majestad, y allí acudió la última noche antes de emprender el gran viaje... Las dos amplias salas de este viejo café de la Luna tienen el mismo aspecto de aquellos días.