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Actualizado: 9 de junio de 2025
Sí: parecía una buena persona. ¿Pero á qué quiere volver aquí? Usted bien se lo malicia. ¡Ah, qué picarona es usted! En aquel momento sonaron en el bolsillo de Pascuala las pesetas que el militar le había dado. Después se sintieron pasos en la escalera y sonó muy débilmente la campanilla. Es él dijo la alcarreña.
Aún no creo que hayas podido estar en aquella maldita casa. ¿En qué casa? dijo Clara, como afectada de profunda confusión. Allí, en casa de esas mujeres contestó él con tristeza, recordando los dolores de aquella vivienda. ¡Ay! exclamó Clara. Yo no quiero volver; quiero morirme aquí antes que volver. Estoy en casa de Pascuala, ¿no? Al decir esto, reconocía el sitio con ansiosa mirada.
Al llegar á la casa de Pascual, serían las diez de la mañana, lo primero que vieron fué á Pascuala fregando vasos. Preguntáronle si había venido Clara á su casa, y ella contestó: Anoche, si, señor; después de media noche vino. Pero ya reconozco al caballerito sobrino de mi amo, que estuvo allá á preguntarme por su tío. ¡Gracias á Dios! exclamó éste. ¡Qué suerte hemos tenido!
Yo había sido la única hija de la Pascuala. En Río de Janeiro, no recuerdo bien con qué tramoya, suplió D. Joaquín la falta de mi fe de bautismo, que para nuestro casamiento se requería. Hasta que el Padre García me la sacó, jamás había tenido yo ni visto semejante documento.
Pero esta afición no la conocía nadie más que los libreros y fotógrafos, que tenían buen cuidado de pasarle recado así que llegaba de París, Londres o Viena alguna remesa. En un rincón estaban sentadas Pascuala, una viuda sin recursos que servía a Clementina mitad de amiga, mitad de dama de compañía, y Pepa Frías que acababa de llegar.
No eran los de Clara. ¿Quién? dijo desde dentro la voz de Pascuala. Lázaro preguntó por su tío. Sí pero no está. ¿Vendrá pronto? Soy su sobrino. Pascuala abrió la puerta y Lázaro dió un paso hacia adentro sorprendido de no oír la voz de Clara. No vendrá ni pronto ni tarde, porque se ha mudao contestó la alcarreña. ¿Cómo? Como que se ha mudao hoy mismo.
Entonces reñiremos, afirmó el militar con sonrisa de amistosa franqueza, que desarmó en parte el enojo de Clara. ¡Por Dios, que va á llegar! ¿Pero quién es usted? ¿A qué viene usted aquí? ¿Quién le ha dado licencia para entrar? Usted es el que vino el otro día con él. Ya le reconozco; pero no entiendo á qué viene hoy. ¡Pascuala, Pascuala! No me mire usted como enemigo.
Ella recordaba muy bien el nombre de la calle donde vivía el tabernero con quien la criada se había casado. Sabía que la taberna estaba en la calle del Humilladero; pero ¿cómo iba á la tal calle? Resolvió preguntar á algún transeúnte, y si daba con la casa, allí pasaría la noche, aplazando todo lo demás para el siguiente día. Segura estaba de que Pascuala la recibiría con los brazos abiertos.
Sábete, Vizconde, si ya no lo sabes, que mi madre se llamaba la Pascuala, celebradísima como única en el cante gitano y en bailar el vito. Siendo yo muy niña todavía, me dejó huérfana y menesterosa. Bien sabe el diablo cómo después me he criado y he crecido. Nada debo a España.
Era Pascuala una mujer que formaba á su lado el contraste más violento que puede existir entre dos ejemplares de la familia humana. Era una moza vigorosa y hombruna, apacentada en los campos alcarreños, alta de pecho, ancha de caderas, de mejillas rojas, boca grande, nariz chica, frente estrecha, pelo recogido en un gran moño, color encendido, pesadas manos, ojos grandes y negros.
Palabra del Dia
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