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¡Vengo para juzgar la opereta! había replicado con el tono de un Caton satisfecho de su conciencia. Makaraig pues, cambaba miradas de inteligencia con la Pepay, quien le daba á entender que algo tenía que decirle; y como la bailarina tenía cara alegre, todos auguraban que el éxito estaba asegurado.

Sandoval, á fuer de curioso, miraba, escudriñaba todo, probaba las pastas, examinaba los cuadros, leía la lista de los precios. Los demás hablaban del tema del día, de las actrices de la opereta francesa y la enfermedad misteriosa de Simoun á quien, segun unos, habían encontrado herido en la calle, segun otros, había intentado suicidarse: como era natural se perdían en conjeturas.

Habíase despojado del sombrero de palma con largas cintas, que le daba a las horas de sol un aire de pastora de opereta; vestía el traje de fiesta, la falda verde o azul de menudos pliegues, que guardaba el resto de la semana apretada entre cuerdas y pendiente del techo para que conservase intacto su plegado.

Los periódicos de Manila estaban tan ocupados por la reseña de un asesinato célebre cometido en Europa, por los panegíricos y bombos á varios predicadores de la capital, por el éxito cada vez más ruidoso de la opereta francesa, que apenas podían dedicar alguno que otro artículo á las fechorías que cometía en provincias una banda de tulisanes capitaneada por un gefe terrible y feroz que se llamaba Matangláwin.

Aquél era el antro del vicio, el lugar donde las mujeronas de la opereta fumaban y bebían entre los hombres con los pies en un asiento o sobre el borde de la mesa... Y bastaba una ligera invitación de los amigos o parientes entregados a interminables partidas de poker, para que todas ellas se decidiesen a entrar con el mismo aire de encogimiento ruboroso y audacia pecaminosa que las había acompañado en sus visitas disimuladas a los cabarets y bailes de Montmartre. ¡Bueno es verlo todo!... Además, estaban de fiesta, la gran fiesta del viaje.

La Pepay había escrito aquella misma tarde una carta al célebre ponente esperando una contestacion y dándole una cita en el teatro. Por esta razon don Custodio, apesar de la ruda oposicion que había desplegado contra la opereta francesa, se iba al teatro, lo cual le valió finas pullas de parte de don Manuel, su antiguo adversario en las sesiones del Ayuntamiento.

En un teatro del Bulevar habían dado una opereta sobre el rapto de la gitana, con bailes de toreros, coros de frailes y demás escenas de exacto colorido local. El Chivo acabó por transigir con este yerno de la mano izquierda, admitiendo sus indemnizaciones, y siguió bailando en París con las niñas, en espera de otro ruso.

Lástima grande que le gustasen tanto las coristas de la opereta y sólo supiera hablar de París, como si en el resto del mundo no existiesen mujeres. Zurita saludó a la joven con un gesto de antiguo galán y no se ocupó más de ella. ¡Interesante la muchacha!... Pero él tenía su familia a bordo, sus niñas y cuñadas, y deseaba evitar a todas ellas relaciones de amistad que podían ser peligrosas.

Al volver Maltrana al fumadero se sintió inquieto en su ambiente ruidoso. Todavía no era su hora: aún quedaban algunas mesas ocupadas por gentes respetables. Los amigos jóvenes le habían anunciado que la verdadera fiesta sería después de media noche. Esta vez se habían comprometido seriamente algunas damas de la opereta a ser de la partida.

A los saludos de Maltrana respondía siempre con una inclinación de cabeza y un manifiesto deseo de huir. Además, como mujer no valía gran cosa: parecía enferma. La primera vez que se fijó en ella fue por las burlas de unas niñas elegantes que comentaban su palidez verdosa: «Ahí va esa de la opereta. Se le ha reventado la hiel y la tiene revuelta por todo el cuerpo».