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Al día siguiente volvía como si tal cosa a romperse la cabeza contra el desprecio de la orgullosa heredera. Pensaba sinceramente que el verdadero obstáculo para el logro de sus afanes estaba en el conde de Onís. Confesábase que Fernanda sentía algún interés por él, o mejor dicho por su título, y se propuso ir a Madrid y comprar a peso de oro otro para ponerse a la altura de su rival.

¿Al parar también? preguntó en tono de burla el conde de Onís. , señor, y a las siete y media. ¡Vaya! ¡vaya! exclamó aquél distraídamente, abriendo el abanico de cartas y examinándolo atentamente. Y siguieron jugando con empeño, absortos y silenciosos. El mayordomo les interrumpió de nuevo, diciendo: Y al julepe. ¡Bueno, Manín, cállate!... No seas majadero exclamó ásperamente D. Pedro.

El conde de Onís, el coloso de luengas barbas fue un verdadero juguete en las manos de aquella mujercita temeraria y maligna. Una pasión loca se apoderó de ambos, sobre todo de ella. Poco a poco se fue acostumbrando a no vivir sin él, a no pasarse un día sin verle a solas. Hacía esfuerzos increíbles de ingenio y habilidad para conseguirlo.

Era el goce de la sensualidad el que se desprendía de su ser; pero era también el deleite maligno del capricho cumplido, de la venganza y la traición. El conde de Onís se sentía cada día más subyugado. Las caricias de su amada eran abrasadoras; pero los ojos guardaban siempre, en lo más hondo, un reflejo cruel de fiera domesticada. Sentía amor y miedo al mismo tiempo.

Mas estas cualidades se contrarrestaban por un carácter débil, fantástico, sombrío, el cual le venía, sin duda, de la familia de su madre. D.ª María Gayoso, condesa viuda de Onís, hija del barón de los Oscos, era un ser original, tan excepcionalmente original que rayaba en lo inverosímil.

Con el pie daba golpecitos en el suelo, apretaba en su mano con vivas contracciones el pañuelo y sus labios temblaban de modo casi imperceptible. Alrededor de los hermosos ojos árabes se marcaba un círculo más pálido que de costumbre. Aquel pugilato la interesaba. El conde de Onís había sido de sus novios el que más tiempo había durado.

Agitado por mil sospechas contrarias, dominado por una cólera furiosa, movía entre sus trémulas manos las cartas, sin pensar en ellas, imaginando horribles venganzas contra su esposa y contra el... ¿Contra quién? ¿Cuál era el traidor? La duda encendía aún más su rabia. Lo que había visto era bien concluyente. Y, sin embargo, su pensamiento no podía apartarse del conde de Onís.

Granate quiso advertirlo, miró a Paco con recelo y volvió a mostrarse desconfiado y reacio algunos días. Llegó un momento, sin embargo, en que el indiano creyó en sus palabras. Fue después de haberle oído en el Casino desde una habitación contigua atacar duramente al conde de Onís. Aquel día se decidió a darle crédito y convino con él la manera de llevar a cabo la petición que le aconsejaba.

Pues por ello precisamente nació en el pecho de Fernanda un deseo, primero vago, después vivo y anhelante, de rendirle. Esto es muy humano y sobre todo muy femenino: no necesita explicación. En el fondo de su alma, la hija de Estrada-Rosa sentíase inferior al conde de Onís.

Fue un choque magnético que hizo arder súbito toda la alegría de su corazón infantil. Los tertulios la llamaron, trataron de retenerla; pero ella, obedeciendo la orden de su madrina, siguió hasta el gabinete. Pocos momentos después se oyó la voz áspera de Quiñones. ¿No está el conde de Onís por ahí? ¿Cómo no entra?