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La epístola en que noticiaba Colón á Gabriel Sánchez el hallazgo de las islas oceánicas, se imprimió en Roma en 1493 con grabados de naves un tanto convencionales, mas no despreciables bajo muchos puntos de vista.

No era Maltrana el único que se había aproximado queriendo perturbar con diabólicas propuestas su tranquilidad de argonauta reflexiva y prudente, aquel quietismo monacal de plácidas digestiones y largas siestas, que era para ella el encanto más grande de las travesías oceánicas.

En unas cuantas horas, fuerzas invisibles é implacables pulverizarían los ejércitos invasores; los submarinos iban á estallar como proyectiles bajo una luz helada que los perseguiría en las profundidades oceánicas; los aviones que bombardean las ciudades indefensas descenderían atraídos por una succión eléctrica, como el pájaro vuela hacia la boca de la boa.

Ni una nube en el cielo; todo era azul arriba y abajo, sin otra alteración que las franjas de espuma peinándose en los salientes de la costa y los inquietos oros del sol formando un ancho camino sobre las aguas. Un rebaño de delfines triscó en torno del buque como en los cortejos de las divinidades oceánicas. ¡Si siempre estuviese así el mar dijo el capitán , qué delicia ser marino!

Después de este triunfo preliminar, Golbasto se lanzó á la declamación de la poesía de su amigo y protector. El canto á la revolución triunfante de las mujeres empezaba con un exordio, en el que el poeta rogaba al sol que acelerase su salida de entre las espumas oceánicas para no llegar con retraso y poder presenciar el suceso más grande de la Historia.

En este revuelo de alas blancas que la primera noticia del descubrimiento lanzó a las soledades oceánicas, la marcha audaz siempre adelante, por mar y por tierra, a través de tempestades, montañas, estrechos y lagunas, fue la consigna general. ¡Llegar o morir! Nadie regresaba al puerto de partida sin haber visto algo extraordinario y traer muestras maravillosas.

Los mares cerrados como el Mediterráneo apenas sentían sus efectos. Las mareas se detenían á su puerta. Pero en las costas oceánicas la pulsación marina alborotaba el ejército de las olas, lanzándolas diariamente al asalto de los acantilados, haciéndolas rugir con babeos de furor entre islas, promontorios y estrechos, impulsándolas á tragarse extensas tierras, que devolvían horas después.

Escribanos de Andalucía abandonaban sus protocolos para transformarse en descubridores; mercaderes amagados de ruina huían de la lonja para comprar un barco con el resto de su fortuna y lanzarse a lo desconocido. ¡Qué de catástrofes ignoradas en esta lucha con el misterio geográfico, sin más guías que la fe y la santa ignorancia! ¡Qué de buques descendidos a las simas oceánicas cuando regresaban con noticias de tierras nuevas que había que volver a descubrir años después!...

Sonaba el chapoteo de un objeto en el mar: una espuerta de residuos de cocina, un madero, un bote de conservas vacío, e inmediatamente se desplomaban, con las plumas encogidas, balanceándose sobre las ondulaciones oceánicas lo mismo que los cisnes de un lago. Y así que terminaban la exploración del objeto flotante o engullían los residuos, retornaban al buque impetuosas como proyectiles.

Respondió el ingeniero con un gesto de incredulidad. ¿Cómo podían las corrientes oceánicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?... ¿Por qué raro capricho de la suerte iban ellos á chocar con un torpedo abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacífico?... Oyó que le hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que sólo había cambiado algunos saludos durante el viaje.