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Actualizado: 17 de junio de 2025
Sí, D.ª Eloisa se apresuró a decir D. Norberto, su esposo quiere referirse a los medios suaves que necesito emplear para convencer a esas desgraciadas. D. Martín, comprendiendo que había ido demasiado lejos, asintió, no sin dirigir un guiño expresivo al capellán. Sentáronse a la mesa. Obdulia hacía esfuerzos atroces por comer, pero su estómago se negaba a recibir alimento alguno.
D.ª Eloisa, de lejos, echaba miradas de terror a su marido, observando la confusión de D. Norberto y la risa de los otros. Bueno prosiguió el señor de las Casas, haciéndose prudente y conciliador, yo no diré, D. Norberto, que usted vaya con mala idea a esas casas de perdición; pero lo que sostendré siempre es que les está usted prestando un gran servicio: está usted haciendo su agosto.
Las de Consejero y el P. Norberto no se prolongaban mucho tiempo, porque éste, hombre de buena pasta, flemático, concluía por callarse alzando los hombros con resignación y sacudiendo al mismo tiempo la cabeza en señal de muda protesta. Las que se eternizaban eran las de Consejero con D. Martín, siendo ambos a cual más irascible y tozudo.
¡Señor, yo no hablo más que de la posibilidad de una equivocación! replicó el inválido riendo. Y si no, que me diga el P. Norberto si hay mucha diferencia en la figura entre una señorita y esas amiguitas suyas. No son amigas mías, D. Martín replicó riendo benévolamente el buen sacerdote; son ovejas descarriadas... Pero usted no les tira piedras para que vuelvan al redil, sino besos...
A sus oídos llegaban, entre el confuso vocerío, algunas blasfemias que le estremecían. De pronto se abre con violencia la puerta y sale precipitadamente una masa negra, disparada por unas manos que cierran de nuevo al instante. El P. Gil reconoció en aquella masa negra a un clérigo. Se aproximó solícito y vio que era el P. Norberto, con manteos y sin sombrero.
La brisa del mar le refrescó un poco. Se sintió, no obstante, tan agitada que no quiso volver a casa: necesitaba charlar, distraerse. Iría a casa de D.ª Eloisa y cenaría allí como otras veces. Justamente iban a ponerse a la mesa los esposos cuando llegó ella. Les acompañaba el P. Norberto, lo cual significaba que había callos. ¡Qué sofocada vienes, hija! exclamó doña Eloisa.
¡Oh! ¡oh! ¡D. Martín! El bueno de D. Norberto, capellán y organista de la parroquia, demasiado modesto para aspirar a sacar triunfante la virtud y la fe entre las clases elevadas, se dedicaba con entusiasmo hacía ya tiempo a arrancar del vicio a esas pobres mujeres que caen en él la mayor parte de las veces por miseria.
Mientras tanto el P. Norberto estaba sorprendido y confuso por las inusitadas atenciones de que era objeto por parte de Cándida. El pobre no estaba acostumbrado a que se las prodigasen. El bello sexo de Peñascosa le profesaba cierto desdén compasivo. Teníasele por un sacerdote virtuoso, pero de muy cortos alcances.
Aquella noche Cándida, la huesuda señorita que ya conocemos, en vez de ir a besar la mano al P. Melchor y sentarse a su lado y cuchichear toda la velada, fue a hacer lo mismo con el P. Norberto. ¿Por qué esta deserción? En la tertulia nadie lo sabía más que los interesados y D.ª Rita.
La mañana se la pasaba entera sentado sobre su sillita de tijera en el muelle, o en las peñas de tras la iglesia, con un sombrero de jipijapa si hacía sol o un paraguas si llovía. Por la tarde, tresillo en el casino hasta las cuatro en que de nuevo tomaba la caña. Por la noche, tresillo en casa de D. Martín con éste y el P. Norberto.
Palabra del Dia
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