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Pero aun en aquellos días de vejez y decadencia, cuando salía a tomar el sol, embozado en su raída capita, iba a los lugares más concurridos de muchachas guapas.

Hay, pues, en el mundo, fuera de la familia, una mujer joven y bella que habla de la madre de él como de la suya propia, como si ella fuese una hermana, aquella hermana tan deseada en los años infantiles, cuando sus ojos se fijaban con admiración secreta en las muchachas de la aldea. La joven repite dulcemente la pregunta. ... la madre responde él dirigiéndole una mirada de reconocimiento.

Desde el día siguiente, Roseta formaría parte del rosario de muchachas que, despertando con la aurora, iban por todas las sendas con la falda ondeante y la cestita al brazo camino de la ciudad, para hilar el sedoso capullo entre sus gruesos dedos de hijas de la huerta.

Estas ideas del día continuó Elías como hablando solo, pervierten hasta á las muchachas más recatadas. ¡Estas ideas del día, esta lepra social!... ¡se difunde sin saber cómo!... ¡penetra en todas partes! ¡Quién lo había de decir!... Ya se ve... sola en esta casa... Irás, Clara, en casa de esas señoras.

Cuatro muchachas con hueca falda, mantilla de seda caída sobre sus ojos y aire pudoroso y monjil, agarraron las patas de la mesilla, levantando todo el blanco catafalco. Como el disparo que saluda á la bandera que se iza, sonó un gemido extraño, prolongado, horripilante, algo que hizo correr frío por muchas espaldas.

Llevan el pantalón remangado, y cuando están en coro con las muchachas, los colores se confunden, no distinguiéndose los sexos. Entre todos forman un arco iris. Pero lo interesante es lo externo de la cabeza de estos mozos, su peinado. Parece que es obra lenta y minuciosa el tocado de sus testas.

Las dos muchachas soltaron sus cabellos, largos y ondeantes como banderas; sacudiéronlos, haciendo caer sobre el mármol las horquillas como una lluvia metálica, y después, cual buenas hermanas, ayudáronse mutuamente en la difícil tarea del peinado de un día de ceremonia.

Rosa Mística, que al principio había quedado atónita, viendo tanta insolencia, se levantó, corrió a la cocina y volvió armada de una escoba. Al verla, todas las muchachas huyeron como una bandada de pájaros. Rosa Mística quedó sola, dejó caer la escoba y se cruzó de brazos.

Y si gritaban los otros, dejarlos: de pura envidia de no poder hacer lo mismo. ¡Válgame Dios! yo que te veía tan alto y te creía tan sólido, y ahora salimos con este escopetazo, ¡y es horrible, horrible, porque no daremos poco que hablar! ¿y las muchachas se conformarán en irse al Frigal ahora, Angelita, sobre todo? ¡qué desgracia, qué desgracia! Rompió a llorar.

Digo mal, porque si las dos muchachas se deshacían en lágrimas, la Sra. Condesa conservaba seco el rostro, aunque visiblemente alterado, la mirada fija y valerosa y el andar muy firme. Al instante me presenté a ella, saludándola con el mayor respeto y ofreciéndole mi ayuda si, como parecía, iban en busca de D. Diego.