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Actualizado: 19 de junio de 2025


Doña Gertrudis guardaba con gran esmero una colección lujosamente encuadernada de Judíos Errantes y solía asegurar a los amigos que si el joven que firmaba sus acrósticos con una V y tres estrellas no hubiese fallecido de una tisis galopante, sería a la fecha el poeta a la moda, y que si otro muchacho, llamado Ulpiano Menéndez, que se ocultaba bajo el seudónimo de El Moro de Venecia, no se hubiera marchado a América a hacer fortuna en el comercio, sería por lo menos tanto como Zorrilla o Espronceda.

Casi todo esto contiene un arabismo ú orientalismo hechicero y de color de rosa, tan creado por nosotros, que bien se puede asegurar que no hay árabe ni moro que, aunque se le tradujera en su lengua, entendiese palabra de ello.

Vivía la anciana con el moro en una casita, que más bien parecía choza, situada en los terrenos que dominan la carretera por el Sur. Almudena iba mejorando de la asquerosa enfermedad de la piel; pero aún se veía su rostro enmascarado de costras repugnantes: no salía de casa, y la anciana iba todas las mañanitas a ganarse la vida pidiendo en San Andrés.

Moro hacía sonar su famoso serpentón hasta echar los pulmones, mientras el marica de Sierra, que había sido uno de los más activos promovedores de la cencerrada, se metía traidoramente en casa de D. Juan, vendiéndose como amigo fiel, para espiar en realidad lo que allí pasaba.

»Volvimos a Constantinopla, y el año siguiente, que fue el de setenta y tres, se supo en ella cómo el señor don Juan había ganado a Túnez, y quitado aquel reino a los turcos y puesto en posesión dél a Muley Hamet, cortando las esperanzas que de volver a reinar en él tenía Muley Hamida, el moro más cruel y más valiente que tuvo el mundo.

Despertaron con unas ganas atroces de reír, de alborotar, de burlarse de la autoridad gubernativa, improvisar coplas y decir barbaridades. Uno de ellos, imaginamos que haya sido Jaime Moro, lo primero que hizo al saltar de la cama fue llamar al criado y preguntarle con semblante risueño si D. Nicanor, el bajo de la catedral, le había prestado al fin su figle.

Hostigesio exigia con rigor las tercias eclesiásticas, y las invertia, no en restaurar los templos, ni en socorrer á los pobres, segun estaba prescrito por los cánones conciliares, sino en regalarse y hacer agasajos á los ministros del palacio; reprendia severamente á los que predicaban la verdad contra los errores de ciertos hereges á quienes protegia; hacia que el rey moro convocase conciliábulos, en que los obispos, compelidos del terror, anatematizasen á los que se proponia perder.

Y enseñóle al que ya tenía atadas las manos y echado el cordel a la garganta, esperando la muerte. Miróle el virrey, y, viéndole tan hermoso, y tan gallardo, y tan humilde, dándole en aquel instante una carta de recomendación su hermosura, le vino deseo de escusar su muerte; y así, le preguntó: -Dime, arráez, ¿eres turco de nación, o moro, o renegado?

Después de revolcarse en el suelo con epiléptica contracción de brazos y piernas, y de golpearse la cara y tirarse de los pelos, lanzando exclamaciones guturales en lengua arábiga, que Benina no entendía, rompió a llorar como un niño, sentado ya a estilo moro, y continuando en la tarea de aporrearse la frente y de clavar los dedos convulsos en su rostro.

Pregunté a Nicolás que quién era aquel Fierabrás, y me respondió que se llamaba Telo. Para acabar presto; el moro le dijo a la Gaviota que la venía a matar. Virgen del Carmen exclamó la tía María , ¿era acaso el verdugo?

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