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Lo mismo acaeció esta mañana, lo cual me pesó, como es natural, más que nunca. No vi a Gloria ni rastro de ella. Los miradores seguían con los mismos transparentes de tela fruncida; las ventanas, con las mismas persianas verdes; el patio, en idéntica soledad. Ni una sombra ni el más leve ruido. ¡Qué anhelo, qué curiosidad sentía yo por ver a mi monjita con el vestido de sociedad!

Y la hija aprovechó la ocasión para dejar oír una voz de monjita tímida, que contrastaba con sus ardientes ojos orientales: ; papá vive mejor aquí. Aquí estás más tranquilo añadió el capitán y haces menos pecados. Febrer pensaba en el tormento de pasar su existencia al lado de aquel fuelle roto. Por fortuna, moriría pronto.

Después, comandante, la monjita que habrá recibido el hilo de seda, del cual usted habrá guardado un cabo, se lo notifica por un ligero movimiento; entonces usted ata una escala de cuerda a la extremidad del hilo que cae por la parte de fuera; la joven tira hacia ella, fija la escala en el muro, como ha hecho usted por la parte de fuera, y ¡por la Virgen! usted puede una noche entrar en el santo recinto y salir tan fácilmente como yo vacío esta copa.

Conque diga usted, ¿qué hacemos? ¿Nos entramos de rondón en el convento, y cogiendo a la monjita me la llevo a mi casa? Si; y habrá que pegarle un par de sablazos a alguien, y romper puertas, y apagar luces. Hombre, ¡magnífico! ¡Si dije que usted es el hombre de las grandes ideas! ¡Qué cosas tan nuevas y tan preciosas me dice!

Allá veremos, allá veremos respondí con petulancia, afectando aire reservado. Venga usted mañana, que tengo que darle otra carta. Con la alegría acudió a mi la actividad. Casi me hallaba seguro de ser correspondido. Villa, a quien tuve la flaqueza de comunicar mi dicha, entre sorbo y sorbo de café, me confirmó en ella, diciéndome después de leer la carta: ¡Olé por la monjita barbiana!

Me despedí para dar algunos paseos con él por la galería. Ya he dicho que procuraba presentarme en público las menos veces posible en compañía de las monjas. Las saludó con aquella displicencia y mirada cínica que tanto me desplacía. Así que no pude menos de abocarle con cierta frialdad. Buenos días, amigo. ¿Le ha pedido usted la conversación ya a la monjita? ¿Cómo la conversación?

Ha de saber usted que la monjita por quien pena es prima mía. ¿De veras? pregunté estupefacto y con poca galantería. No muy próxima, pero lo bastante para que pueda llamarla así. Su madre es prima segunda de papá. Si algo pudiera faltar para que aquella hermosa y amable joven me fuera del todo simpática, fue este descubrimiento.

Podrá sentirla el hombre harto de vivir y pensar; pero un chico de diez y seis años, como era Tirso entonces, cuando entró en el Seminario, ¿qué entendería de consagrarse a Dios? ¡Fue una verdadera infamia, un engaño, un robo, un secuestro ad mayorem Dei gloriam! respondió Millán como cuando se meten los jesuitas en familia donde hay niña con dinero, y al poco tiempo cátatela monjita.

Don Sabino el capellán... ¿Se puede hablar con él? articulé con trabajo, mirando a la monja que asomó la cabeza por la ventanita sin reja que había al lado de la puerta. La verdad es que no pensé hallarme con tan gentil portera. Era joven la monjita y tenía el rostro fresco y sonrosado, con ojos vivos y penetrantes. Su acento era marcadamente extranjero.

Cuando pasábamos cerca la miraba atentamente; pero ni ella ni sus compañeras alzaban los ojos del suelo. No obstante, observé que con el rabillo me lanzaba alguna rápida y curiosa ojeada. Es linda la monjita, ¿verdad? me dijo el señor Paco. ¡Phs! No es fea... Los ojos son muy buenos. Y qué colores tan hermosos, ¿eh? El color no me parece muy allá... Pero ¿de quién habla usted?