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Actualizado: 30 de abril de 2025
Los diez marineros y el segundo de la Urna de San José se miraron palideciendo; no obstante, gritaron con voz un poco temblorosa, es verdad: ¡Viva el rey! ¡Adelante la Urna de San José y el valiente Santiago!
El ingeniero, al verle, abandonó á Elena, poniéndose de pie, mientras la mujer reparaba el desorden de su peinado y sus ropas. Los dos hombres se miraron fijamente, y el italiano consideró necesario hablar. Muestra usted mucha prisa dijo con ironía en cobrarse los gastos de su fiesta.
Al fin se apartaron y D. Prisco, llevándose el pañuelo á los ojos para enjugar una lágrima, murmuró sordamente: ¡Miseria humana, D. Félix, miseria humana! El capitán bajó la cabeza resignado. En aquel momento se oyó el silbo prolongado de la locomotora que cruzó rauda con infernal estrépito. Uno y otro la miraron con más estupor que cólera.
Tan turbada estaba Isidora, que no acertó a contestar al saludo afectuoso de la señora. No sabía lo que le pasaba. Se levantó, volvió a sentarse. No podía asegurar si dijo o no dijo algo. Se sentía morir. ¡El semblante de la marquesa no expresaba nada..., la marquesa no la había abrazado..., la marquesa no había parado mientes en su fisonomía!... Las dos se miraron.
El cuerpo se iba pareciendo al de una vaca que se pusiera en dos pies. En cuanto vio venir a su sobrina, cogió de encima de la mesilla una llave enorme, que parecía la llave de un castillo, y alargándosela le dijo que subiera a la casa si quería. Las otras dos tiorras miraron a la joven con descarada curiosidad. A una de ellas la conocía Fortunata, a la otra no.
Se calló porque sintieron pasos, ya muy cerca, como de una persona que subía con cautela, y miraron a la meseta intermedia, esperando a que el que subía diese la vuelta. La aparición de aquella persona les dejó a ambos muy sorprendidos.
Pablo es un notable bailarín dijo el comandante, todas las señoras desean bailar con él. Y luego es tan buen mozo añadí yo. El comandante y su hijo echáronse a reír; el cura y los dos amigos de mi tío me miraron sonriendo y moviendo la cabeza, con modo paternal.
Los mancebos que trabajaban detrás del mostrador, el uno triturando cierta sustancia fétida, y el otro copiando una receta, se miraron, se hicieron una seña de inteligencia, que no pasó inadvertida para mí, y de buenas a primeras me preguntaron por qué causa me «había despedido» el jurisconsulto.
Cierta mañana pasó al trascorral y vio matar una ternera con la cabeza dirigida hacia el naciente. Dos ancianos inclinaron el rostro balbuceando una oración, y, al notar que aquel mancebo no se inclinaba como ellos, le miraron con asombro.
Detuviéronse las manos ardientes que empuñaban la piedra, y todos le miraron. Fundábase la superioridad de Pecado en la fuerza, de donde venía la justicia, es decir, que solía dirimir contiendas de chicos, unas veces a trompada limpia y otras con atinadas y comedidas razones, aunque todo hace creer que el primer argumento era el que con más frecuencia usaba.
Palabra del Dia
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