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Actualizado: 16 de junio de 2025
En su lugar habiendo proveido A Sanabria el gobierno, va á Sevilla, Casóse, y el casamiento le ha impedido Que no pueda salir ya de Castilla: Que en breve se murió; y ha partido Con el resto de gente y la cuadrilla Que en armada Sanabria puesto habia, Entregada á la mar, Doña Mencía. Tomaron de la costa á San Vicente Después á San Francisco, dó estuvieron Algun tiempo viviendo alegremente.
Seis días pasaron después del suceso que acabamos de referir, durante los cuales vivió doña Mencía en el más completo retraimiento. No salía de sus apartadas estancias, y sólo la veían y hablaban con ella el P. Atanasio, Leonor y Nuño. Un domingo por la mañana ocurrió algo que allí podría pasar por novedad, ya que sólo de tarde en tarde recibía la alcaidesa visitas de sus parientes.
Doña Mencía tuvo que ceder a la imposición de su primo; pero gustaba tanto de la soledad, y era tan poco lo que le importaban los sucesos del mundo, que no quiso ver al cautivo que su primo le trajo, y le confió a Nuño, para que éste le vigilase, alojase y cuidase con esmero, como a persona principal, y según D. Diego quería.
Sr. D. Juan Daza, obispo de esta santa iglesia, ejerciendo su oficio pastoral en la villa de D.ª Mencia de esta diócesis, donde la iglesia parroquial está inclusa en un monasterio de la órden. Queriendo visitar el Sagrario y las otras cosas conforme á un proceso y sentencia determinada por el Sr.
Harto había notado Nuño la fina devoción y el acendrado rendimiento con que el mancebo cautivo miraba y servía a su señora; pero no se atrevía a sospechar que ella pagase con amor tan delicados extremos, si bien advertía que a veces, bajo la ardiente mirada del joven, doña Mencía bajaba suave y lánguidamente los ojos, y tal vez se ponía encarnada como las amapolas, y aun creyó percibir en ocasiones, por entre los párpados y sedosas pestañas de ella, asomar una lágrima, que más que amarga parecía ser de ternura.
Todos los ensueños de doña Mencía se habían realizado. Estaba él cubierto de gloria, era llamado el Gran Capitán. Su nombre se pronunciaba y se oía con respeto en todas las regiones de Europa. De él había dicho el más discreto y perfecto caballero cortesano que en aquella edad tuvo Italia, que, «en paz y en guerra fue tan señalado, que si la fama no es muy ingrata, siempre en el mundo publicará sus loores y mostrará claramente que en nuestros días pocos reyes o señores grandes hemos visto que en grandeza de ánimo, en saber y en toda virtud no hayan quedado bajos en comparación de él».
En suma, doña Mencía se humanó, se apiadó del aislamiento de su cautivo, y, en vez de dejarle comer solo en la torre en que vivía, le convidó a comer a su mesa. Con este trato familiar y diario, doña Mencía dio por seguro que pronto acabarían por desvanecerse las ilusiones algo malsanas que había concebido; pero, por desgracia, aconteció muy al revés de su buen propósito y honradísimo intento.
La severa doña Mencía advirtió entretanto que atormentaba a veces su alma cierto arrepentimiento de haber empleado con el rapaz severidad sobrada. Allá a sus solas pensaba en él casi de continuo, y se complacía en saber lo mucho que su reprimenda había valido, y cuán juiciosamente se conducía el mozo.
Rara prudencia y singular entereza supo mostrar doña Mencía para conservarse en cierto modo neutral estando tan divididos los ánimos, sin dejar de ser fiel y sin faltar al pleito homenaje que a los de su casa y familia les era debido. Todos respetaban a doña Mencía, la cual, gracias a su austeridad y recogimiento, estaba en opinión de santa.
Sin duda para mostrarse más digno de su encumbramiento, D. Jaime acometió la arriesgadísima empresa que causó su muerte. Diecisiete años acababa de cumplir doña Mencía cuando se quedó viuda. Amarga y desconsoladamente lloró la muerte de su gentil e idolatrado esposo.
Palabra del Dia
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