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Actualizado: 12 de mayo de 2025
Aquel tío era la esperanza de la familia; representaba el cebo capaz de atraer novios con la tentación de una herencia, y aunque lo encontraban poco simpático, por su carácter y la ruindad de sus regalos, sonreíanle y le adulaban, con gran contento de la mamá. A pesar de esto, doña Manuela no se hacía ilusiones.
Mucho cuidado con aludir a mis salidas de noche, porque lo hago a escondidas de mi señora mamá. A los señores que veas allí, trátales cual si fueran lumbreras de la patria y prodigios de talento y virtudes. En fin, confío en tu buen sentido. Llegamos a la casa, que estaba en la calle de la Amargura y era de hermosa apariencia.
Esta vez, papá no mandó buscar al médico: podía fijar el dianóstico él mismo. Hasta mamá se compadeció de los sufrimientos de la desdichada, tanto como se lo permitía su apatía, y ésta no consentía que se alejase de la estufa para atender a su hija enferma.
¡Cielos santos! Qué tramoya horrible, qué complicada conspiración contra una pobre niña inexperta. Ya no me habla el Padre González; me habla el general. Es su casa y no la de Narcisito desde donde me habla. ¿Sí?... ¿Eh?... Hoy está conmigo más desaforado y más insolente que nunca. Mamá se ha puesto a jugar al tresillo con el doctor y con el Padre González.
A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel. ¡Octavio! ¡mamá se muere!... Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena: Pla... pla... pla... Nébel vió en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.
Nada de eso; no exagero exclamó Francisca. Quiero casarme y me casaré añadió con un fruncimiento de cejas que envejeció de un modo extraño su cara, de ordinario tan animada. ¿Y tú, Paulina? pregunté para evitar otra declaración de principios de Francisca. Yo dijo Paulina ligeramente sorprendida por la pregunta, haré lo que quiera mamá. ¡Dios mío! qué paloma... murmuró Francisca con despecho.
Sus labios murmuraban el consuetudinario rezo nocturno: «Un Padrenuestro por el alma de mamá...». Oyéronse en el corredor pisadas recias, crujir de botas flamantes, y la puerta se abrió. Tomo II
Y Juan, no atreviéndose a nombrar a su tío, dejó de proponer soluciones. Lo del huerto no lo consiento.... Pero no llore usted, mamá.... No llore.... ¡Qué demonio! Para todo hay remedio en este mundo. ¡Si no se gastase tanto en esta casa...! No se enfade usted, mamá.
Al cabo, no pudiendo ya contenerse, interrumpió a su madre: Mamá, ya es hora de que nos vayamos. Estamos molestando al señor doctor. En seguida, hijo mío. Dos palabras más, y nos vamos. Y comenzó de nuevo a hablar, a justificarse y a pretender demostrar algo, sin conseguirlo.
María entró en la alcoba, y poniéndose de rodillas al lado de la cama, besó respetuosamente las manos que su madre le tendía. Perdóname, mamá; perdóname el disgusto que te he dado... Te has puesto enferma por mi causa, pero el Señor querrá sanarte pronto... No, hija mía; no tengo de qué perdonarte; has hecho lo que Dios te ha ordenado.
Palabra del Dia
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