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Actualizado: 22 de julio de 2025


Se alejó de Muñoz, después de echarle una mirada de soslayo; y entró en el gran salón iluminado, con el mismo desembarazo elegante con que solía hacerlo en el cabaret o en el club. Tuvo Muñoz un gesto de disgusto; la presencia de Castilla, allí, en casa de Charito, le produjo malestar. Ella no había llegado todavía.

Ella mostraba un visible deseo de espantar a las gentes con su atrevimiento, de enterar a todos de esta nueva aventura, que parecía enorgullecerla. Pasaron ante «el banco de los pingüinos» y ante sus vecinas «las potencias hostiles», con repentino malestar de Ojeda, que deseaba retroceder, pero no se atrevía a decirlo.

Se calzó fuerte, se puso el impermeable y bajó al Prado, yendo a colocarse ante la fuente de Neptuno, con los pies en un lago, el diluvio en torno y la imaginación barrenada por la impaciencia. Transcurrió media hora: según el reloj treinta miserables minutos; para el pensamiento, treinta siglos de malestar y desesperación. Repentinamente su espíritu se inundó de luz.

Salió preocupado, inquieto: en algunos días no pudo quitar de el malestar de aquella entrevista. Pero el amor prendía fuego rápidamente en todos los aposentos de su alma y consumió al fin aquel último resto de preocupación. Estaba profundamente enamorado. Y como siempre acaece, a la par que crecía su amor aumentaba también su timidez.

Doña Paula ponía a menudo postdatas en las de Cecilia. Gonzalo replicaba con alguna cuchufleta, mandaba estampitas, caricaturas para Ventura, y se portaba en todo como un miembro de la familia. Pero ahora los tres experimentaban malestar embarazoso. Nuestro joven en su vida había hablado con la señora de Belinchón, y con Cecilia sólo había cruzado las palabras que hemos dicho.

El joven recordaba confusamente las grandezas que había oído de boca de don Eugenio: los recuerdos gloriosos del arte de la seda, los brillantes trabajos de los velluters que cincuenta años antes hacían danzar las lanzaderas allí mismo, del amanecer hasta la noche; y sentía cierta pena, un malestar extraño, como si se encontrara ante las ruinas de una ciudad muerta y todavía vibrasen en el espacio los últimos estallidos de la catástrofe.

Mas en las tardes de carreras, la presencia de gentes extrañas, y especialmente á aquellos jinetes de aire arrogante, orgullosos de sus sillas chapeadas de plata, de sus armas y de los adornos metálicos de sus trajes, parecía esparcir un malestar provocativo, mezcla de odio y de envidia, entre los rotos que iban á pie. De pronto cesaban de sonar las guitarras y había un rumor de disputa.

¡Otra!... Patriotismo hay; pero yo... Usted hará lo que yo le mande, y tendremos credencial. Rubín siguió toda la noche afectando mal humor, una severidad torva, el malestar de la persona a quien ponen un puñal al pecho para que consume un acto contrario a sus convicciones. Al retirarse a casa, se comparaba con Wamba y decía para su sayo: «Cómo ha de ser... paciencia.

Después de haberle hecho algunas preguntas triviales sobre la salud de su padre, Huberto opinó con desenvoltura que debía ser un malestar pasajero del que no había por qué inquietarse demasiado; en seguida, con aire indiferente pasó a otros asuntos. ¡Ah! exclamó de pronto, he tomado para esta noche un palco en el Teatro Francés. Hoy es ese estreno que usted deseaba ver.

El malestar llegó a su colmo cuando Hop-Sing, levantándose despacio, señaló con el dedo el centro del chal, sin decir la menor palabra. ¡Había algo debajo del chal! Y algo que antes no estaba allí; al principio, un imperceptible relieve, de contornos indefinidos, pero creciendo más y más distinto y visible a cada instante que pasaba.

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