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Actualizado: 31 de mayo de 2025


Diógenes, por el contrario, vivía en una modesta maison meublée, y sentábase de diario a la primera mesa que hallaba puesta, sin esperar a que le invitasen, por cierta especie de derecho de cuchara que garantía su poquísima vergüenza, por una tradición constante que la inveterada costumbre había convertido en ley escrita en las pandectas de la capigorronería madrileña.

Era primorosa en cuantas labores ponía mano, escribía admirablemente, pintaba flores con gusto de artista, cantaba como un ángel, bordaba como una madrileña del siglo XVII, hablaba francés como si hubiese nacido en Orleans, y finalmente, para cuanto fuese brillar, lucirse y cautivar, tenía maravillosas aptitudes, gracia irresistible y atractivos de gran señora.

Cuando al poco rato llegaron el Administrador y su señora, supimos que ésta, madrileña de pura raza, aficionadísima, por consiguiente, á macetas, era la autora del milagro de que continuasen consagrados á Flora los dos arriates que cuidó en otro tiempo Carlos de Austria.

También el tío Frasquito conquistó en aquella escaramuza otro sobrenombre, que vino a aumentar ese largo catálogo de ellos que prodigan la malignidad y la envidia con tan grande profusión, en la alta sociedad madrileña.

Esto se decía y se propalaba por aquellos ámbitos henchidos de la fragancia de todas las pasiones, buenas y malas, pero muy elegantes, y de nada se asombró la recién llegada madrileña, porque lo uno lo consideraba verosímil y hasta necesario, y de lo otro sabía que era la pura verdad. Sucesos hartos más graves la aguardaban en Spá.

No lo podía evitar: tenía esa vanidad madrileña que pretende cubrir con perifollos de seda la falta de ropa blanca, y que prefiere el adorno de la sala al cuidado de la alcoba. Pepe participó también, en cierto modo, de ese sentimiento que tiende a ocultar al prójimo la propia miseria.

En cuanto se tuvo noticia de que un carruaje estaba a la puerta, la mayor parte de los invitados abandonaron los placeres y corrieron hacia allá, deseando hacer ostensible su amistad con personas tan distinguidas, que hacían viso en la sociedad madrileña y tenían carruaje propio. Venían el presidente, su esposa y dos hijas. El Sr.

Clementina ofrecía en sus modales y discursos, en esta edad, y la ofreció siempre después, cierta tendencia al flamenquismo, o sea a las formas desenvueltas, a la serenidad burlona, al desgarro especial de las chulas de Madrid. Semejante tendencia se hallará más o menos exagerada en toda la alta sociedad madrileña. Es un signo que la caracteriza y la distingue de la de otros países.

Pocos días después tuvo aún mejor motivo para hacerse esta reflexión. Fué en la Peluquería Madrileña, donde acostumbraba a afeitarse y arreglarse el pelo a menudo. Acompañado de su primer caballerizo, entró en ella y se sentó en un diván esperando la vez.

Luego su amistad con el torero que hemos mencionado; las relaciones que mantuvo después con algunos señoritos cultivadores del género; los teatros por horas, donde se copian, no sin gracia, las costumbres de la plebe madrileña; la amistad con Pepa Frías y otras aristocráticas manolas fueron iniciándola poco a poco y la introdujeron al cabo en pleno flamenquismo.

Palabra del Dia

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