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Actualizado: 26 de junio de 2025
Debo agregar que su aspecto no dejaba en el ánimo del que le contemplaba ninguna impresión penosa, pues nada acusaba en él la decadencia intelectual propia de la vejez. Su armazón corpórea, de suyo fuerte y maciza, no se estaba todavía desmoronando.
Te dejaré que trabajes, pero haciendo constar que nunca había entrado en mis cálculos que la señorita Marta poseyese unos brazos semejantes... Sabía que era apretadita de carnes, redondita y maciza, ¿pero cómo había de sospechar...? Vamos, te digo que a no verlo, no lo creyera. Las criadas reían.
Si á estas calidades añadiese un juicio sólido, una instruccion maciza profunda, una erudicion original, y un estudio continuo bien fundado de las Artes y Ciencias, ciertamente se podria llamar no bel sprit, sino bon sprit, habiendo mucha diferencia entre estos dos atributos.
Con viva satisfacción nuestra, la maciza puerta de la torre no estaba cerrada: sólo tuvimos que empujarla para penetrar en un reducido vestíbulo, obscuro, obstruído por las ruinas y que podía en otro tiempo haber servido de cuerpo de guardia; de allí pasamos á una vasta sala casi circular, cuya chimenea conserva aún sobre su escudo las armas de las cruzadas; una ancha ventana abierta á nuestro frente y atravesada por la cruz simbólica, netamente cortada en la piedra, iluminaba la región interior de aquel recinto, en tanto que la mirada se perdía en la sombra incierta de las altas bóvedas casi hundidas.
Entretanto, la ventera y una buena moza que la ayudaba habían colocado sobre la maciza mesa de encina los apetitosos platos que formaban la cena de Simón, acompañados de algunas enormes rebanadas de plan blanco.
Lucía, a su vez, comparaba su casa de León, antigua, maciza, y lóbrega, con aquella vivienda, donde todo era flamante y gentil, desde los encerados relucientes pisos hasta las cortinas de cretona azul rameadas de campanillas rosa.
Por él, hubiese dado su hamaca de mil colores, sus madrás rojas y azules, los círculos de plata maciza que rodeazan sus brazos y sus piernas; lo hubiese dado todo, todo, hasta el saquito que encerraba tres dientes de serpiente y un corazón de paloma, mágico talismán que debía proteger sus días, mientras lo llevara suspendido del cuello. Ya veis, pues, si Melia amaba a su Kernok.
Sus edificios eran suntuosos, casi todos de piedra labrada, y bien techados al modo de España. Nada igualaba la magnificencia de sus templos, cubiertos de plata maciza; y de este mismo metal eran sus ollas, cuchillos, y hasta las rejas de arado. Para formarse una idea de sus riquezas, baste saber que los habitantes se sentaban en sus casas en asientos de oro!
No había allí estatuas de mármol, ni custodias doradas, ni ricos vidrios ni cuadros raros; solamente las cuatro paredes húmedas y agrietadas, el tragaluz abierto por el que entraban libremente el viento, la lluvia y la nieve o, a veces, un cálido rayo de sol y la imagen argentina de la luna o de la estrella de los marinos; la puerta maciza como la de una cárcel, abierta día y noche en el camino solitario sin temor de que nadie encontrase nada que meter en las alforjas; unos bancos de piedra incrustados en el suelo apisonado y alineados enfrente de un altar de madera carcomida en el que se mostraba una grosera imagen de la Virgen niña, apoyada en la falda de su madre, dos figuras angulosas y tiesas, pero a las que el pintor primitivo, a falta de genio, había dado una suavidad divina.
Llegamos al convento, y ahora tropezamos con el párroco, quien nos brindó con una franca y cordial hospitalidad, que aceptamos gustosos, alojándonos en una espaciosa habitación con vistas al Banajao. El convento, enclavado en uno de los extremos del pueblo, presenta en su maciza y negruzca fábrica, un aspecto triste y sombrío.
Palabra del Dia
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