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Actualizado: 14 de mayo de 2025
Junto á las corrientes de agua, en el centro del cauce y en las riberas que la humedad había cubierto de una débil capa de césped, trotaban las manadas de potros sin domar, al aire la luenga crin, arrastrando la cola por el suelo.
Jesús, con su nimbo dorado que brillaba entre las sombras reflejando la última y triste claridad de la ventana, y su luenga túnica de infinitos pliegues, extendía las manos hacia ella, clavándole al mismo tiempo una mirada dulce y profunda.
No por eso dejaba de estar revestido de costosos tapices y de otros raros adornos, el salón donde se elevaba el pandal, estrado o sitio consagrado a la ceremonia. En compañía de Narada, Morsamor entró allí primero. Llevaba el viejo brahmán vestimenta litúrgica de escarlata, sobre cuyo fondo carmesí se destacaba la barba blanquísima y luenga.
Nada temáis, señora, dijo cortésmente Roger. ¡Suelta, rufián! ordenó dirigiéndose á un arquero que había enlazado con su brazo el talle de la joven. ¡No la sueltes, Bastián! aulló un hombre de armas gigantesco, de luenga barba negra, cuya coraza brillaba á la tenue luz del farol más próximo.
Su moreno rostro y negrísimos ojos, cabellos y barba indicaban su origen meridional. Sobre el traje de corte llevaba luenga capa negra, de forma y material muy diferentes de los usados en Francia é Inglaterra.
En cambio requería a menudo la luenga espada que pendía del talabarte, autorizando así la minúscula persona, que no semejaba más que cusibel allegado a senda pértiga.
Tirábanle cuatro perezosos bueyes, todos cubiertos de paramentos negros; en cada cuerno traían atada y encendida una grande hacha de cera, y encima del carro venía hecho un asiento alto, sobre el cual venía sentado un venerable viejo, con una barba más blanca que la mesma nieve, y tan luenga que le pasaba de la cintura; su vestidura era una ropa larga de negro bocací, que, por venir el carro lleno de infinitas luces, se podía bien divisar y discernir todo lo que en él venía.
El médico era alto, fornido, de luenga barba blanca. Vestía con el arrogante lujo de ciertos personajes de provincia que quieren revelar en su porte su buena posición social. Era una hermosa figura que se defendía de los ultrajes del tiempo con buen éxito todavía. Don Robustiano era el médico de la nobleza desde muchos años atrás; pero si en política pasaba por reaccionario y se burlaba de los progresistas, en religión se le tenía por volteriano, o lo que él y otros vetustenses entendían por tal. Jamás había leído a Voltaire, pero le admiraba tanto como le aborrecía Glocester, el Arcediano, que no lo había leído tampoco. En punto a letras, las de su ciencia inclusive, don Robustiano no podía alzar el gallo a ningún mediquillo moderno de los que se morían de hambre en Vetusta. Había estudiado poco, pero había ganado mucho. Era un médico de mundo, un doctor de buen trato social. Años atrás, para él todo era flato; ahora todo era cuestión de nervios. Curaba con buenas palabras; por él nadie sabía que se iba a morir. Solía curar de balde a los amigos; pero si la enfermedad se agravaba, se inhibía, mandaba llamar a otro y no se ofendía. «
De noche, en las ventas, al verle aparecer con el anticuado traje y la luenga barba en desorden, más de un gañán empinaba de golpe la taza de vino y se escapaba al corral haciéndose cruces. En cambio, de día, al cruzar por los pueblos, los chiquillos se mofaban de su estampa y le arrojaban por detrás cáscaras de nueces y puñados de polvo.
Ay de vošotros Ešcribas y Pharišeos, hypocritas: porque comeys las cašas de la biudas con color de luenga oracion: por ešto llevareys mas grave juyzio. Ay de vošotros Ešcribas y Pharišeos, hypocritas: porÿ rodeays la mar y la šeca por hazer un convertido: y quando fuere hecho, hazeyslo hijo del quemadero doblado mas ÿ vošotros.
Palabra del Dia
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