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Actualizado: 15 de mayo de 2025
Puedes entenderte con Lucía; también a ella le gustan las aventuras, y hasta se ha hecho amiga de un grupo de chicas que a mí no me gustan nada, por cierto. Adriana no respondió y se quedó mirándola con la anterior actitud distraída. Después, suspirando con resignación: Tendré que pedirle este servicio a Zoraida Aliaga... Charito contuvo un gesto de contrariedad.
Quién llevaba un terno de franela blanca como el ampo de la nieve con guantes y sombrero negros; quién lo lucía de color de lagarto con un sombrerito azul de alas microscópicas; quién, por fin, había creído oportuno vestirse de tricot negro con guantes, botines y sombrero blancos.
Lucía se opuso resueltamente a ello; no podía ni quería fiar la llave de su honor a un criado, y hablaba a menudo de traiciones, anónimos dirigidos al general, cartas interceptadas y otros cuentos terroríficos que no dejaban de preocupar a Miguel por algunos momentos.
¡Y te enfadas por eso, ingrato! exclamó Lucía. Si observo tu fisonomía, es que no miro más que a ella; todo lo demás me parece indiferente... Tu rostro es el libro donde leo mi felicidad o mi desgracia. Aunque ya no le causaban impresión alguna las metáforas amorosas de la generala, Miguel se dulcificó.
El planeta que había contemplado en el camino ya no lucía en el horizonte; se había ocultado, y nuevos astros invadían el cielo. Miraba también a su alrededor, admirando la hermosura bravía del bosque.
Dos ó tres hidalgos; otras tantas señoras machuchas; dos jóvenes amiguitas de Lucía, sobrina de D. Fadrique; un respetable señor cura y un caballerito forastero y muy elegante componían la reunión de casa de D. José, que empezó antes de que anocheciera. Nadie llamó la atención de D. Fadrique, que era harto distraído.
En los de enfrente se lucía la Nobleza Mallorquina en las más principales Señoras que los ocupaban.
Había pensado ella varias veces en los candelabros de plata, pero ¿cómo empeñarlos sin que D. Francisco, hombre de tan buen ojo, se enterase?... ¡Ya podía ser, ya podía ser!... Ella tendría buen cuidado de reponerlos en su sitio, juntando muy pronto el dinero preciso para el desempeño, y así su marido no se percataría de nada cuando recobrase la vista. ¡Pluguiera a Dios y a Santa Lucía que esto fuera pronto!
Esta misma contemplación del espíritu de Ana, cuya cabalidad y belleza entonces más que nunca le absorbían, le apartaron del riesgo, en otra ocasión acaso inevitable, de observar en cuán grata manera iban unidas en Sol, sin extraordinario vuelo de intelecto, la belleza y la ternura. Con Lucía, no había paces. Lo que no penetraba Ana, ¿cómo lo había de entender Sol?
Y en verdad que Lucía no las escaseaba: nada le placía tanto como disolver el ardor de su corazón gastado en renglones interminables.
Palabra del Dia
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