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Actualizado: 22 de junio de 2025
Deja que el sol ardiendo las lluvias evapore, y al cielo tornen puras con mi clamor en pos; deja que un ser amigo mi fin temprano llore, y en las serenas tardes, cuando por mí alguien ore, ora también, ¡oh patria! por mi descanso a Dios.
Me acuerdo de un día en que lloré sinceramente, con amargura, como un niño a quien las lágrimas no hacen que se ruborice, a la orilla de un mar que ha presenciado milagros, no divinos, sino humanos. Estaba solo, los pies en la arena, sentado en una roca entre muchas que tenían argollas de bronce a las cuales en otros tiempos se habían amarrado navíos.
Luciana mía exclamé, si la he disgustado a usted, le pido perdón... Y, sobre todo, no llore, pues no podría resistir sus lágrimas, y no sé qué me impediría colgarme de la rama más alta de ese roble. Excelente medio de arreglar de una vez nuestras querellas dijo Luciana riendo.
Tres veces quise volver sobre mis pasos para recoger la carta, pero cuando ya estuve decidida a hacerlo, el postillón estaba lejos. A mi vez, cuando ascendí la colina que conduce a la casa, me oculté entre las malezas y lloré amargamente. A partir de ese momento, fui presa de una agitación como nunca la he sentido en mi vida.
Pedía en ella a Dios lluvia para los campos, fecundidad para los ganados, paz para la República, seguridad para los caminantes... Yo soy muy propenso a llorar, y aquella vez lloré hasta sollozar, porque el sentimiento religioso se había despertado en mi alma con exaltación y como una sensación desconocida, porque nunca he visto escena más religiosa; creía estar en los tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y de la naturaleza que lo revela; la voz de aquel hombre candoroso e inocente me hacía vibrar todas las fibras y me penetraba hasta la medula de los huesos.
No llore más, hija mía... ¡Cristo del Grao! ¡llorar una señora tan guapa, que puede encontrar los novios á docenas!... Créame: busque á otro; el mundo está lleno de hombres sin ocupación... Y siempre que sufra un disgusto, acuda á mi cordial... Voy á darle la receta.
Lilí, sin imaginar siquiera en su sencillez de ángel el efecto que en su madre podían causar sus palabras, continuó diciendo: Me decía que fuese siempre muy buena y no saliera nunca del colegio y rezara mucho por él, y por usted y por mi papá; porque la ira de Dios iba a descargar sobre nuestra casa... Yo lloré mucho, mucho, y ofrecí entonces ser monja, y se lo dije a la madre Larín y al padre Cifuentes.
Resistí, lloré, sollocé... pero ¡en vano! Era yo una chiquitina de siete años, y, sin embargo, comprendí lo que pasaba: que no volvería a ver a mi madre. Lloraba yo y mis lágrimas eran lágrimas de inmenso dolor. Mi madre se moría; no había de verme más. Me llevaron a la casa cural.
Aunque niño, y sin poderme dar cuenta profunda de aquel solemne momento de mi vida, lloré amargamente abrazado de su cuello; sentí su último calor vital con un íntimo estremecimiento de dolor, estreché sus manos descarnadas, me miré en sus ojos apagados y permanecí mucho, mucho tiempo a su lado, sollozando y enjugando mis lágrimas.
Deja que el sol ardiendo las lluvias evapore Y al cielo tornen puras con mi clamor en pos, Deja que un sér amigo mi fin temprano llore Y en las serenas tardes cuando por mi alguien ore Ora tambien, oh Patria, por mi descanso á Dios!
Palabra del Dia
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