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Si, por desgracia, fuere el lidiador quien en aquel instante muriese, su muerte, ya que no moral, tendrá no poco de hermosa, y la compasión y el terror que causare estarán purificados por la belleza, de acuerdo con las reglas de la tragedia, escritas por el gran filósofo griego.

Fingiéndose enfadado por esta popularidad que le halagaba, abriose paso con un impulso de sus músculos de atleta, y se salvó escalera arriba, saltando los peldaños con agilidad de lidiador, mientras los criados, libres ya de respetos, barrían a empujones el grupo hacia la calle.

Ilusiones engañosas, livianas como el placer, no aumentéis mi padecer... ¡Sois por mi mal tan hermosas! Camina orillas del Ebro caballero lidiador, puesta en la cuja la lanza que mil contrarios venció. Despierta, Leonor, Leonor. Buscando viene anhelante a la prenda de su amor, a su pesar consagrada en los altares de Dios. Despierta, Leonor, Leonor. MANRIQUE. ¡Leonor! LEONOR. ¡Gran Dios!

El borracho, hasta entonces sonriente y bonachón, sintió nacer su cólera con el recuerdo de aquella tarde de desgracia. ¿Y aún se reía aquel mal bicho?... Estos toros de perversa intención, marrulleros y reflexivos, que parecían burlarse del lidiador, eran los que tenían la culpa de que un hombre de bien fuese insultado y se viera en ridículo. ¡Ay, cómo los odiaba Gallardo! ¡Qué mirada de odio la suya al fijarla en los ojos de cristal de la cornuda cabeza!...

«Con lanza enristrada cruzó como rayo Llevando la enseña del pueblo de Mayo Del Plata á los Andes y ardiente Ecuador; Y reales diademas, y tronos y cetros Se hicieron pedazos, cual viejos espectros, Crujiendo á las plantas del gran lidiadorEl centinela alzó la noble frente Que súbito relámpago cruzó; Y atónito, el fusil resplandeciente Ante los huesos frios presentó.

El toro, cada vez más furioso por el engaño, acometía al lidiador, y éste repetía los pases de muleta, moviéndose en un limitado espacio de terreno, enardecido por la proximidad del peligro y las exclamaciones admirativas de la muchedumbre, que parecían embriagarle. Gallardo sentía junto a él los bufidos de la fiera; llegaban a su diestra y a su rostro los hálitos húmedos de su baba.

Sentíase capaz de pelear con todo el público por defender a un torero amigo, y alteraba las ovaciones con extemporáneas protestas cuando aquéllas iban dirigidas a un lidiador que no merecía su afecto. Había sido oficial de caballería, más por afición a los caballos que a la guerra.

Sólo en muy contadas circunstancias, cuando se casaban los reyes, se firmaba una paz o se inauguraba una capilla en una catedral, celebrábanse tales sucesos con corridas de toros. Ni había regularidad en la repetición de estas fiestas, ni se conocía el lidiador profesional.

Por milagro salió con vida de sus aficiones de lidiador; y lo más cruel era que las gentes reían de sus desgracias, encontrando un placer en verle pateado y destrozado por los toros. Al fin, su torpeza testaruda cedió ante la desgracia, conformándose con ser el acompañante, el criado de confianza de su antiguo camarada.

-Mancebito -dijo el uno- lidiador ahigadado, mozo de manos y buen compañero. ¡Vamos, que me retientan los dimoños! Con esto salimos de casa a montería de corchetes. Yo, como iba entregado al vino y había renunciado en su poder mis sentidos, no advertí al riesgo que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda.