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Actualizado: 23 de junio de 2025
Temblando fué hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva promesa, y durante un rato permaneció inmóvil, limpiando obstinadamente con la uña una mancha del tambor. #Otoño# Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tramway, cuando el coche se detuvo un momento más del conveniente, y aquél, que leía, volvió al fin la cabeza. Una mujer con lento y difícil paso avanzaba.
La noche del entierro de su padre, el abate Constantín lo llevó consigo al presbiterio. El día había sido lluvioso y frío. Juan se hallaba sentado junto al fuego; el sacerdote leía su breviario; la vieja Paulina iba y venía arreglando todo. Una hora pasaron sin pronunciar una palabra, cuando Juan, de repente, levantando la cabeza dijo: Padrino, ¿mi padre me ha dejado algún dinero?
Ana leía sentada en su banqueta de lona blanca con franjas azules, mientras sujetaba la caña con la mano izquierda, sin más fuerza que la necesaria para que la corriente no la llevase.
»Una mañana, en efecto, me hizo llamar a su habitación; me puse a sus órdenes, sin saber de lo que se trataba; mi corazón latía con violencia, mis piernas temblaban y tuve necesidad de detenerme algunos instantes antes de entrar en su gabinete, para disimular mi emoción. Mi tío estaba sentado cerca de una mesa y leía; al verme, dejó sus anteojos y su libro.
«La Justicia le obligaba a reconocer que el actual obispo de Vetusta, don Fortunato Camoirán, era una persona respetable, un varón virtuoso, digno; equivocado, equivocado de medio a medio, pero digno. ¿Tenía un ideal? pues don Pompeyo le respetaba». Don Pompeyo no leía, meditaba. Pero meditaba.
Montalván se detiene a describir las portentosas dotes que revelaba Lope en su niñez; refiere cómo leía en romance y latín a los cinco años, y, antes de saber manejar la pluma, repartía su almuerzo con los compañeros mayores para que le escribieran los versos que él improvisaba.
El astrónomo carnavalesco y su ayudante tomaron la altura con ridículos instrumentos de náutica, y al hacer la declaración de que estaban exactamente en la línea, Neptuno, con un golpe de tridente, dio principio a la ceremonia. El escribano leía en un libro sostenido por su amanuense.
Petra discurría perfectamente en estas materias, porque leía folletines, la colección de Las Novedades, que dejara en un desván doña Anuncia, y sabía quién desafía a quién, llegado el caso de descubrirse los amores de una señora casada. El que desafía es el marido, no un pretendiente desairado, y mucho menos siendo cura.
En una de las carpetas de estudio, dos recogidas velaban: una era Belén, que leía en su libro de rezos, y la otra Mauricia la Dura, que tenía la cabeza inclinada sobre la carpeta, apoyando la frente en un puño cerrado. Al principio, su vecina Belén creyó que rezaba, porque oyó cierto murmullo y algún silabeo fugaz. Pero luego observó que lo que hacía Mauricia era llorar.
Hijo, ¿y por eso abatido al dolor te rindes ciego? ¿Perdiste el valor y el fuego con la sangre que has perdido? ¿Lloras?... Mas dime, ¿qué ha sido del valor que yo sentia cuando tus cartas leía ansioso y entusiasmado? ¡Ay, padre! ¡Es que me ha olvidado la mujer que yo quería!
Palabra del Dia
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