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Al salir del jardín vió el Conde a su lacayo, que iba a llamar al cochero para que se acercase con la victoria. ¡Ramón! dijo el Conde . Id a aguardarme a la puerta del Veloz-Club. A poco la victoria partió. El Conde siguió a pie a las dos mujeres. Dos o tres veces se acercó a ellas y quiso hablarlas.

Acabando de cenar me dió un lacayo de V. Ex.^a su despacho, y auré de tornar a començar esta carta, pues no supe de la primera vez. Digo, pues, que acabándome con no cenar, ni comer, porq. no me sustenta este pan material, me llegó la carta de V. Ex.^a, q.^e es mi pan del alma, y del cuerpo por el consiguiente. De suerte q. V. Ex.^a me sustenta absente, como presente.

Bajó el lacayo y vapuleó al realista. Así pagan los tiranuelos. Después de este lance, el fanático se puso malo. Dijeron algunos que se había dejado morir de hambre; otros que se había vuelto loco; otros, y esto parece lo más cierto, que le mató una profunda hipocondría. Y las señoras de Porreño, ¿qué fué de ellas? le pregunté. Nada he podido averiguar de doña Salomé contestó.

Quilito saltó del sofá y fué a la puerta a ver el carruaje. ¡Qué corte más elegante tenía y cómo deslumbraban su caja y los rayos de las ruedas! el caballo, un alazán hermosísimo, tascaba el freno, impaciente, moviendo sus piernas finas y nerviosas. ¿No has visto al niño? preguntó Quilito al lacayo. El chico contestó que no, ajustándose el sombrero, que parecía venirle algo grande.

Animado de estos sentimientos llegó el notario a su casa de la calle de Verneuil, mientras buscaba su lacayo la dirección de los cirujanos más célebres. El marqués y Steimbourg le condujeron a su cuarto, y se despidieron de él, el uno para ir a tranquilizar a su mujer y a sus hijas, que no le habían vuelto a ver desde la víspera, y el otro para correr a la Bolsa.

Ayer era un hombre de mundo, un verdadero gentleman, y, hasta puedo decirlo prescindiendo de falsas modestias, un caballero cuyo trato se disputaban todos. Hoy sólo soy un notario. ¿Y quién sabe si lo seguiré siendo mañana? Una indiscreción del lacayo bastaría para divulgar esta estúpida aventura.

El lacayo hereda los ricos vestidos del amo, ya usados; el mercader de trapos se los compra al lacayo cuando están viejos; el remendon y el limpia-botas los toman del ropavejero, ya remendados, y al fin, cuando los harapos galonados empiezan á deshacerse de viejos é inmundos, llegan hasta donde el mendigo ó el salta-caños, en cambio de algunos peniques. ¡Tal es la sucesion de las clases sociales en Lóndres!

He hecho a Charles, lacayo de V. Ex.^a q él mismo lleue la carta al obpo. diciendo q. V. Excelencia se lo ha mandado, assy veré lo q. responde. Entre tanto hago estos renglones, porq. no suffre mi agradescimiento dilacion alguna en responder a tanta obligacion. Haga el obpo. lo que mandare, q. las obligaciones no dependen de los sucessos, sino del Amor de quien haze lo q. se le pide.

El pobre señorito se levantó de un salto, y abrazando con un movimiento lleno de gracia al gimnasta Calixto, se dirigió a la puerta, sin querer entregar al lacayo el envoltorio de sus premios. En la verja del jardín le detuvo el padre rector, que allí estaba despidiendo a los niños; besóle Paquito la mano, y abrazándole él cariñosamente, le habló breve rato al oído.

La hora del tren se aproximaba, y decididos todos a partir, después de una ligera discusión en que triunfó el más cruel egoísmo, pusiéronse en marcha. Leopoldina, muy desasosegada, suplicó entonces a Currita que dejase por lo menos al cuidado de aquel infeliz a Fritz, su lacayo prusiano.