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Quilito saltó del sofá y fué a la puerta a ver el carruaje. ¡Qué corte más elegante tenía y cómo deslumbraban su caja y los rayos de las ruedas! el caballo, un alazán hermosísimo, tascaba el freno, impaciente, moviendo sus piernas finas y nerviosas. ¿No has visto al niño? preguntó Quilito al lacayo. El chico contestó que no, ajustándose el sombrero, que parecía venirle algo grande.

Su blanco y sonrosado rostro, sus ojos azules y los rubios cabellos que coronaban su cabeza, cubierta de un lindo birrete de velludo blanco, por bajo del cual caían dichos cabellos en rizadas ondas de oro, casi hubieran dado al gentil extranjero la apariencia de una disfrazada andante damisela, si no hubieran mostrado que era muy hombre, la energía insolente de su mirar, su briosa apostura y el desahogo y la destreza conque manejaba y dominaba su fogoso caballo, que retenido por él hacía piernas, se encabritaba impaciente y tascaba el freno, cubriéndole de espuma.

Entonces pensaba: «La monotonía, la insulsez de esta existencia es aparente; mis días están ocupados por grandes cosas; este sacrificio, esta lucha es más grande que cualquier aventura del mundo». En otros momentos, como ahora, tascaba el freno la pasión sojuzgada; protestaba el egoísmo, la llamaba loca, romántica, necia y decía: ¡Qué vida tan estúpida!