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Actualizado: 10 de mayo de 2025
El señor de Monthélin, que en su estrategia alrededor de la señora de Maurescamp, esperaba hacía mucho tiempo esa hora fatal con una paciencia y asiduidad felinas, juzgó que había llegado al fin. Después de algunos instantes de conversación banal, a la cual Juana prestaba una atención distraída y lánguida, acercó su silla al confidente donde estaba recostada y,
Acerca del viaje y sus preparativos, de la aflicción de sus padres y de sus pequeños hermanos departieron todavía un rato. Ni una palabra volvieron á hablar de sí mismos. La plática corría lánguida y apagada. Debajo de sus palabras indiferentes se trasparentaba una tristeza profunda. Ambos tenían la voz levemente enronquecida y temblorosa.
No era la lánguida y complaciente enamorada: ni era tampoco la penitente mística; era la maja de rompe y rasga, insolente y soberbia, capaz de herir con groseros y ponzoñosos insultos, y capaz de matar con la llama fulmínea de sus ojos, cuando no con puñales. Vete, huye exclamó apártate de mi presencia.
Si el sacrificio era discutible, la resignación silenciosa no lo era menos, y la de Raynal no tenía más que una excusa para alabarse así, que era su absoluta buena fe. En realidad, a pesar de su expresión lánguida, tenía en su charla la volubilidad de un chorlito y una necesidad irresistible de expansiones íntimas.
Me ofreció una mano lánguida y me dijo: Buenos días, hija mía; siéntese un instante y deme noticias de su padre. ¿Está mejor? ¿Vendrá a comer esta tarde? Dígale usted que quiero absolutamente verlo... Necesito su filosofía para restaurar la mía, que está muy decaída... Tengo contrariedades que me asesinan. ¿Ha visto usted mi retrato?
Se acabó la interminable charla que zumbaba en los oídos de la joven empleada; se acabaron los sempiternos discursos tan difíciles de escuchar haciendo una suma. ¡Ay! ya no había que temer errores en las cuentas; sólo turbaba el pesado silencio el ruido monótono del reloj y la ronca voz del cartero, y las palabras más afectuosas y las más tiernas caricias no lograban arrancar a la enferma más que una sonrisa pálida y lánguida.
Adriana se le aparecía con todos los esplendores que sus largos deseos le atribuían: a veces le miraba, de pronto, con inusitada expresión de cariño, lánguida, como en la realidad no le había mirado nunca, los ojos húmedos, el beso en los labios, tendidas hacia él sus manos llenas de vagas caricias.
Al sentirse renacer, como aquella Ave Fénix citada por tantos autores sacros y profanos, saboreó Ramiro con lánguida avidez la delicia de vivir. Todo le azoraba, y el milagro del mundo volvía a maravillarle. Sentado ahora junto a la vidriera, miraba con pensativa puerilidad las nubes espesas de aquel principio de invierno.
Todavía no respondió haciéndose cargo ya de la intención burlona de la pregunta. Pero se declarará. Tampoco. Estoy ya enamorado de otra mujer. Al mismo tiempo dirigió una miradita lánguida a Esperanza. Esta se puso repentinamente seria. ¿De veras? Cuente usted ... cuente usted. Es un secreto Bien, pero nosotras lo guardaremos.... ¿Verdad Esperanza que tú no dirás nada?
En vez de los arranques poéticos del primero, encontramos en la segunda la más prosáica parsimonia; en vez de la abundancia y de la verdad de los motivos dramáticos, una acción mutilada en todas sus partes y sin dote alguna artística; en vez de la rapidez arrebatadora del diálogo, una conversación lánguida; en vez del sonido harmonioso que arrebata y de las rimas diversas que encantan el oído, el arrastre monótono de los alejandrinos.
Palabra del Dia
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