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En la población de Fiddletown se la consideraba por todo el mundo como una mujer bonita. Su buena figura, realzada por una espléndida mata de cabello castaño se caracterizaba por un hermoso color y cierta gracia lánguida que le prestaban un no qué interesante y distinguido. Vestía siempre con gusto y para Fiddletown era la última moda.

¿Y qué otra cosa podía ser? contestó ella . ¿Cómo no perteneciendo á mi sexo habría llegado á figurar entre los sabios de la Universidad Central, poseyendo los difíciles secretos de un idioma que sólo conocen los privilegiados de la ciencia? Calló, para añadir poco después con una voz lánguida, dejando á un lado la bocina: ¿Y en qué ha conocido usted que soy mujer?

Pero un día Keller la abandonó como ella había abandonado a otros; se fue arrastrado por el marchito encanto de una contralto tísica y lánguida, que tenía el enfermizo perfume, la malsana delicadeza de una flor de estufa.

Pero entonces también acepta la tragedia. Figúrate a una de esas jóvenes señoras en la paz de su hogar. La rubia cabeza de un niño se aduerme sobre su seno; se diría otra Virgen con otro niño Jesús. El aire que en derredor de ella se respira parece impregnado de virtud. Un velo de religiosa castidad cubre la hermosura lánguida de su cara. Su sencilla actitud es una oración.

Además, era muy bestia, no podía sostener una conversación, y con ella el dúo del amor casi se convertía en triste soliloquio. ¿Enriqueta? Lánguida, esbelta, pálida y ojerosa, parecía sentimental y romántica; pero al comer devoraba, bebía como un tudesco y amaba con estremecimientos de epilepsia: pecar con ella no era rendir grato tributo a la Naturaleza, sino hacer un favor. ¿Flora?

Desde lo alto de la cuesta descubrimos la ciudad. Silenciosa y lánguida, se me antojó rendida de cansancio.

Tiene razón exclamó el hidalgo de Limioso, enderezando la cabeza y dilatando las ventanillas de la nariz con altanera expresión, muy desusada en su lánguida y triste faz . A esa gente, a palos y latigazos se les sacude el polvo. Y al decir fuera el alma, persignóse el señorito.

Mas, enjuga el llanto ¡oh virgen desolada! eleva hacia el Altísimo tu lánguida mirada, tu mirada piadosa ¡oh púdica mujer! y piensa que el amado, tu gloria, tu consuelo, aquel que te adoraba no ha muerto, está en el cielo, y allá en el cielo sueña, feliz con tu querer!

Entonces, ella me hace ojitos... me mira dulcemente con sus ojos inocentes, con sus queridos ojos de color azul pálido, y murmura con voz lánguida: Usted es el hombre mejor y más noble del mundo; yo podría amarlo, adorarlo, pero... Pero, ¿qué? ¡Ah! ¡qué feo, qué bajo es todo esto!... Dígame que no quiere saber nada conmigo, que me desprecia. No merezco otra cosa.

El recibimiento correspondió al traje y aumentó la sorpresa y el disgusto del joven visitante. Rafaela le alargó, sin duda, cariñosamente la mano, si bien con cierta tibia y lánguida indiferencia. Y luego, como él se acercase mucho, ella le rechazó con suave dignidad y casi le obligó a que se sentase en una silla frente de ella.