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Actualizado: 2 de julio de 2025
Las niñas jugaban un rato en aquella pocilga, hasta que la madre Angustias sonaba desde su cuarto una siniestra campanilla, que reunía en torno á su caña á los tristes ángeles del muladar. Después de comer llevaba el rosario la madre Brígida, por no poder hacerlo la madre Angustias, á causa del asma que la afligía, entrecortándole la voz.
Todos estos dias fueron de regocijo y de fiesta, y durante ellos muchos bordonadores tiraron á tablado, que era un juego de lanzas arrojadizas; mas de cien caballeros del reino de Valencia y Murcia jugaban á la gineta, y á un lado de la ALJAFERÍA se formó un campo cerrado con tapias para toros, á donde cada parroquia envió el suyo divisado con las armas reales.
Ya no quedaba funcionando en Europa ningún Casino: el de San Sebastián lo habían dedicado á convento; el de Ostende servía de laboratorio para nuevos cultivos de ostras; en todas las poblaciones de baños de mar ó de aguas medicinales, las gentes sólo se preocupaban del cuidado de su salud, y cuando querían distraerse jugaban en los paseos á la rayuela y á otros juegos de niños.
Después, mientras el padre y los pequeños jugaban a la lotería, encerrose ella en el Camón, y allí, sentada, cruzados los brazos, la barba sobre el pecho, se entregó a las meditaciones que querían devorar su entendimiento como la llama devora la arista seca.
De sobremesa, si no jugaban al tute, el buen señor le contaba a su querida aventuras y pasos estupendos de su dramática vida militar. Había estado en Cuba en tiempo de la expedición de Narciso López, y trabajó mucho en la persecución y captura del famoso insurgente.
A este propósito bien merece consignarse la nota siguiente: Diego de Jerez, hijo de Gonzalo González de Jerez, se obligó por juramento que hizo en escritura pública, ante los escribanos de Sevilla, á no jugar á los dados, ni entrar en casa donde supiese que jugaban, por término de diez años, sopena de perjuro é infame, 16 de Enero de 1461 .
Las de caracol se encuentran en varios puntos, sin que se sepa a dónde van a parar, y puertas tabicadas, huecos con alambrera, tras los cuales no se ve más que soledad, polvo y tinieblas. A un sitio llegamos donde Pez dijo: «esto es un barrio popular». Vimos media docenas de chicos que jugaban a los soldados con gorros de papel, espadas y fusiles de caña.
Así, conservaban casi toda su confianza, cuando un día y mientras jugaban como dos niños, corriendo alrededor de la mesa de billar por haberse empeñado Amaury en quitarle una flor a Magdalena, se abrió de pronto la puerta y entró el doctor, el cual se encaró con ellos y en tono áspero exclamó: ¿Qué niñerías son éstas? ¿Piensas tener aún doce años, Magdalena? ¿Crees no haber pasado de los quince, Amaury? ¿Te imaginas que corres todavía por el parque del castillo de Leoville? ¿A qué viene ese empeño en arrebatarle a Magdalena una flor que te niega con sobrada razón?
Vinculete jugaba desde las tres de la tarde hasta las dos de la mañana, sin más descanso que el preciso para cenar de mala manera. Don Basilio y el Procurador alternaban en el cuidado de desplumarle; se relevaban; pero a veces le desplumaban a un tiempo. El cuarto jugador era cualquiera. En las otras mesas las partidas eran más iguales. Jugaban muchos forasteros, casi todos empleados.
Hasta entonces no había reparado en unos chiquillos, de diez a doce años, pillos de la calle, que jugaban allí cerca, alrededor de un farol, de los que señalaban el límite del paseo y de la carretera en los espacios que dejaban libres los bancos de piedra. Entre los pillastres había una niña, que hacía de madre. Se trataba del zurriágame la melunga, juego popular al alcance de todas las fortunas.
Palabra del Dia
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