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El primero era D. Miguel, cura de la parroquia, anciano excelente aunque de cortísimos alcances, con quien se confesaba todos los meses, a quien daba sus ahorrillos para que los repartiese en limosnas a los necesitados, y con quien a menudo jugaba al tute. El corazón y la mente de doña Luz eran para el pobre cura el libro de los siete sellos.

No le riñas, mujer. ¿Sabes , por ventura, si le será fácil salir de noche, con el miedo que D. Miguel tiene a los ladrones? gritó D. Martín de las Casas desde la mesa de tresillo donde jugaba con otros dos, un cura y un seglar. No, señor; no es eso dijo el clérigo, ruborizándose bajo las miradas de toda la tertulia.

Nunca Leonor parecía fatigada de acompañar a su madre en aquellas entrevistas: sino que, aunque ya para entonces tenía sus diez años, se sentaba en la falda de su madre, apretada en su regazo o abrazada a su cuello, o se echaba a sus pies, reclinando en sus rodillas la cabeza, con cuyos cabellos finos jugaba la viuda, distraída.

Ahora pudo ver bien á sus tripulantes: cuatro jóvenes rubias, esbeltas y de aire amuchachado. Gillespie hasta les encontró cierta semejanza con miss Margaret Haynes cuando jugaba al tennis. Estas amazonas del espacio le saludaron con palabras ininteligibles, enviándole besos.

Este no jugaba nunca, pero ¡sabía tanto, á pesar de que muchos le tenían por loco!... Treinta años antes había salido un día de su casa en París, diciendo que iba á comprar tabaco, y aún no estaba de vuelta. Su mujer había muerto sin verle, y sus hijos, con un sinnúmero de nietos nacidos y crecidos durante su ausencia, deseaban que nunca acabase de hacer su compra.

En este medio jugaba nuestra artillería por todas partes, que ponía gran temor en los enemigos.

Sin ponderar tanto las prendas casi personales de no pocas aves y cuadrúpedos, menester es confesar que el elefante es pudoroso y muy aficionado a la música; el perro fiel; paciente el buey, agradecido el león y muy listos algunos monos. No recuerdo yo dónde he leído, pero que he leído, de un mono que jugaba muy bien al ajedrez y que casi siempre ganaba.

A fin de tener esta satisfacción honrosa, y tal vez para ganar algunos reales, porque se jugaba a diez por cada cien tantos, y él ganaba casi siempre, se violentaba el médico hasta el extremo de afeitarse un día y otro no, y dejar en la antesala la capa y el sombrero, sin entrar con la capa sobre los hombros, cuando no embozado y con el sombrero encasquetado hasta las cejas, según solía entrar en las demás casas donde iba de visita. ¡Tan profundo era el respeto que doña Inés le inspiraba!

Particularmente Leto, parecía endurecerse y animarse con la pesadumbre del calor y los esfuerzos de la brega. Al Ayudante le daba siete tantos y la salida, si la quería; y así y todo le llevaba de calle, porque no había defensa posible contra un modo de jugar como el de Leto. Y cuidado que el Ayudante jugaba bien; pero como no lograra pegar al otro a la baranda, cosa perdida.

Aquel señor no jugaba limpio, y una mañana se largó dejando un pico muy grande en la casa de huéspedes, y otro pico no dónde, y picos y picos... Total, que la pobre tuvo que empeñar todos sus trapos y se quedó con lo puesto, nada más que con lo puesto, cuando lo tiene puesto se entiende. Feliciana se la encontró no dónde hecha un mar de lágrimas, y le dijo: «vente a mi casa». ¡Allí está!