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La mesa sobre que se jugaba era de pino, con tres pies y otro supuesto, que podía pedir limosna como ellos, un candelero de barro con una antorcha de brea, y los naipes con dos dedos de moho hacia cecina , de puro manejados de aquellos príncipes, y el barato que se sacaba se iba poniendo sobre el candelero.

En esto llegó Lucía Moreno, una amiga de ambas; venía acompañada de su profesora, Mlle. Ivonne, que le servía al mismo tiempo como dama de compañía. Lucía era, para Adriana, un ser mucho más interesante que Charito. Muchacha de unos diez y nueve años, elegantísima, alegre de carácter, llena de gracia espontánea, una continua sonrisa le jugaba en los labios y en los ojos negros.

En otros tiempos jugaba por el placer de la emoción, por el gusto de reñir con la suerte, porque me halaga el asombro de los curiosos viéndome aventurar con indiferencia cantidades enormes. Ahora es por él, sólo por él. Alicia recordó el mal estado de su fortuna. Estaba ya quebrantada seriamente años antes, pero ella tenía la esperanza de una pronta reconstitución.

Acababa de abandonar apresuradamente á la hija del jardinero. La noticia había circulado por el teatro, logrando que muchos renunciasen al final de la ópera, para presenciar esta suerte inaudita, que era para ellos un espectáculo de mayor interés. En una mesa de ruleta encontró á Clorinda que jugaba parcamente, teniendo á Castro detrás de su asiento.

La buena mujer le indicó el camino que había de seguir. Delante del templo jugaba un enjambre de niños y niñas con ruidosa algazara. Elena fue a sentarse algo más lejos en un banco de piedra, procurando que un árbol la ocultase. Antes de un cuarto de hora de espera vio llegar a su marido. El corazón le dio un terrible vuelco.

Una tarde que jugaba en presencia de varios socios y llevaba perdidas muchas piezas, vio su salvación en convertir en reina un peoncillo. ¡Este va a reina! exclamó clavando con los suyos los ojos del adversario. No puede ser. ¿Cómo que no puede ser? Y el contrario, por instinto, retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía ir a reina.

Pasaron la tarde en jugar a la taba mi tío y el porquero y demandador; éste jugaba misas como si fuera otra cosa. Sacaban de taba como de naipe, para la fábrica de la sed, porque había siempre un jarro en medio. Vino la noche; ellos se fueron; acostámonos mi tío y yo, cada uno en su cama, que ya había proveído para un colchón.

Al fin, en un momento de cólera echó a rodar las cartas y declaró que no jugaba más. Carmelita, al ver aquel acto de descortesía, intervino severamente, como siempre que se desmandaba.

Madama Scott no tomó un palo para echar de su casa a aquella gente. Tuvo a la vez diez, veinte, treinta adoradores; pero ninguno pudo jactarse de la más mínima preferencia, a todos opuso la misma resistencia amable, alegre, risueña... Claro era que se divertía en el juego, y no tomaba ni por un instante la partida a lo serio. Jugaba por placer, por honor, por amor al arte.

En una palabra, en Sarrió el año de gracia de 1860 no existía la vida pública. Se comía, se dormía, se trabajaba, se bailaba, se jugaba, se pagaba la contribución; pero todo de un modo absolutamente privado. Cuando se cansaron de disputar los del Saloncillo y llevaban de vencida la digestión, don Mateo les anunció, relamiéndose de gusto, que le tenía sin cuidado la marcha de la compañía.