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Actualizado: 3 de junio de 2025
Mucho calor y mucha gente, pero una noche de las fiestas Mayas no debe desperdiciarse. El tenía una butaca, que le había regalado, ¿a qué no sabía quién? ¡Jacintito Esteven! Este nombre hizo en la tía el efecto de una picadura.
Levantóse el señor de Melo Portas e Azevedo, cubrió su calva con la chistera tornasol y se dirigió a la puerta, después de saludar a derecha e izquierda. ¿No vienes? preguntó a su primo, Jacintito. Te espero respondió Quilito sin volverse.
Hijo de inglés y nacido, en el país, seriote, reservado, un erizo a primera vista y un pedazo de pan en el trato diario, sobre él gravitaba todo el peso de la razón social; porque Jacintito no era sino un socio de lujo, que había aportado gran parte del capital y su apellido conocido, sin dar palotada en lo que tenía entre manos, pues él sólo entendía de juego y de caballos.
Si ya sabía que andaba en grande con el chico de Esteven, pero ella no se lo perdonaba, porque no debía olvidar que aquella familia era enemiga de la suya y la causante de la triste situación en que se hallaban. Pero, ¿qué culpa tiene Jacintito, tía Silda? Es un excelente muchacho, muy alegre y muy trabajador, a pesar de su fortuna; ¡ha puesto un escritorio de corretajes en la calle Piedad!
En estas visitas solía ver, por la puerta entreabierta del recibimiento, a su cuñada Gregoria, con su aire orgulloso y muy compuesta siempre, a pesar de sus canas y su obesidad; un día tropezó en la escalera con Jacintito, que bajaba los escalones de dos en dos, silbando, de habano y bastón, y no le miró, porque le chocaba mucho este mequetrefe, que jugaba en la Bolsa y tiraba el dinero, que no sabía ganar.
Quilito andaba por allí, como alma en pena, más amarillo y descompuesto que su primo. Testigo de la escena entre Jacinto y Rocchio, vió venir al gigante y huyó, pues lo menos que él deseaba era dar de bruces con su enemigo y sufrir el vapuleo que acababa de ganarse Jacintito.
Pero, amigo Portas dijo Jacintito furioso, yo no le debo a usted nada. ¿Duda usted que he de pagarle? Con el interés que quiera, déme usted cincuenta mil pesos, a treinta días. ¡Diez centavos que me pidiera, no se los daría a usted! Y se largó. ¡Chúpate esa!
Ahora pensaba de qué amigo valerse para ir a Palermo. De dos o tres más, había recibido en la semana iguales o parecidos favores. Quedaba Jacinto Esteven. Con Jacintito tenía más confianza: cierto es que la butaca de Colón se la regaló él la noche anterior, pero era su primo y no tenía nada de particular que ocupara la tarde siguiente su elegante faetón.
Entró haciendo saludos de miope y se sentó sin ceremonia en la primera silla que encontró, colocando la chistera sobre sus rodillas, después de mirar y convencerse que no había sitio más apropiado. Ya está usted aquí, señor don Raimundo dijo Jacintito. Hoy estamos a 26 de mayo contestó el viejo secamente. Lo sé, lo sé; ¡Dios nos libre de su buena memoria, de su reloj y de su almanaque!
El abismo que separaba a las dos familias era tan hondo, que no había medio de salvarle: en la escena del almuerzo pudo comprobarlo; no, ni su padre, tan condescendiente siempre, ni la bondadosa tiíta Silda se prestarían jamás a una reconciliación, y por el lado de los otros, ya se lo había dicho Jacintito con mucha frescura: la tía Goya decía que si se atrevía a poner los pies en su casa, le echaría de escaleras abajo.
Palabra del Dia
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