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Allá arribita, el viento la meció, sosteniéndola sin violentas sacudidas: parecía balancearse en visible hamaca ó en los brazos de algún cariñoso genio. Desde allí ¡qué espectáculo! Abajo el corral con sus inquietos pollos escarbando sin cesar; la huerta, la casa, los castaños, el chopo, ¡qué pequeño lo que antes parecía tan grande!

Ella era la aurora que asoma sus dedos de rosa por la inmensa rendija entre el cielo y el mar; la hora tibia del mediodía que adormece las aguas bajo un manto de oros inquietos; la bifurcada lengua de espuma que lame las dos caras de la proa rumorosa; el viento cargado de aromas que hincha la vela como un suspiro de virgen; el beso piadoso que hace adormecerse al ahogado, sin cólera y sin resistencia, antes de bajar al abismo.

Como durante la primera semana del mes de julio no nos faltaron víveres abundantes, lo pasábamos perfectamente; y como tampoco tropezamos con los franceses, establecidos, aunque muy inquietos, al otro lado del río, a todos, especialmente a los inexpertos, nos parecía la guerra una ocupación dulcísima.

Sobre su negra superficie reflejábanse, como inquietos pescados de fuego, las luces de las casas ribereñas y los farolillos de los curiosos que examinaban las orillas. En las calles bajas, el agua, al extenderse, se colaba por debajo de las puertas.

A lo mejor pasaban corriendo, con la celeridad del espanto, mujeres, niños y rebaños, y tras ellos los hombres, que preparaban sus armas mirando inquietos el horizonte. Poco después asomaba en el último término de la Pampa una nube de polvo.

He venido a tu lado por breves instantes, como un espectro, y dentro de un momento vendré de nuevo, entonces a unirme contigo para toda la vida. ELSA. ¡Un momento más! ENRIQUE. Me llaman. Parecen muy inquietos. Acudo. ¡Adiós, amor mío! ELSA. ¡No, hasta la vista! Enrique, amado mío, te espero. ¡Dime algo más... una sola palabra! ¡Enrique! Quizá no haya sido sino fruto de mi imaginación. Es posible.

En el mismo momento, Mauricio y Herminia, un poco inquietos al ver lo que duraba la conferencia, abrieron la puerta del salón. El espectáculo que se ofreció á sus ojos era de tal modo sorprendente, que permanecieron inmóviles: la señorita Guichard y Roussel se abrazaban, y no para ahogarse, porque ambos reían con algo de enternecimiento. Venid, hijos míos, dijo Roussel.

Anduvieron muchísimo inútilmente. El bosquecillo de nueces moscadas no parecía. Detuviéronse muy inquietos. Creo que nos hemos perdido dijo Cornelio. Me lo temo dijo Horn . No hemos vuelto por el rumbo que trajimos a la venida. En una selva como ésta es muy fácil perderse, Horn. Sin señales que guíen en la marcha, hay tendencia a andar describiendo círculos más o menos amplios. Eso es sabido.

Ni es menester ir tan lejos; a los ojos tuvimos la diferencia, aun de los menos advertidos, reparable entre los reducidos y los pertinaces. Estos iban formidable el semblante; horrorosos, inquietos, perturbados y vomitando furias los ojos y en todo su aspecto tan endemoniados que al pasar se oía por las calles frecuentemente: JESUS; qué cara de condenado!

Los viejos profesores del establecimiento y los visitantes, que eran siempre personas graves, se sentían inquietos ante su cabellera de un rubio subido, igual á la llama de una antorcha, y la fijeza algo insolente y dominadora de sus ojos claros. Los hombres se ruborizaban sin saber por qué, apartando la mirada, como si no pudieran resistir el encuentro de sus pupilas.