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Allí había estado reflexionando una noche de tormenta, la misma en que se presentó como cortejante en casa de Margalida. La tarde era serena, el mar tenía un intenso color de extraordinaria y profunda transparencia. Los fondos de arena reflejábanse como manchas lácteas; los peñones submarinos y sus obscuras vegetaciones parecían temblar con un rebullicio de vida misteriosa.

Pasó el Goethe por entre buques tan enormes como él, trasatlánticos que iban con rumbo a Europa o a los puertos del Pacífico, y sólo anclaban unas horas, cerca de la embocadura, para salir inmediatamente. Sus luces rojas, verdes y blancas reflejábanse con violento serpenteo en las aguas removidas por el paso continuo de lanchas y remolcadores.

Cuando salió a la cubierta, se detuvo en aquel lugar que en momentos de alegría había llamado «el rincón de los besos». A través de los vidrios del balconaje miró la proa, que oscilaba sobre el mar obscuro. Entre ella y el castillo central reflejábanse las luces eléctricas en el piso del combés, brillante aún por las rociadas de las olas.

Sobre su negra superficie reflejábanse, como inquietos pescados de fuego, las luces de las casas ribereñas y los farolillos de los curiosos que examinaban las orillas. En las calles bajas, el agua, al extenderse, se colaba por debajo de las puertas.

Cantaban las ranas con una monotonía desesperante; reflejábanse las temblorosas estrellas en el fondo de las charcas; en el inmediato estanque conmovíanse con estremecimientos voluptuosos las plantas verdosas que extendían sus palmitos a flor de agua, y a lo lejos, como un eco, sonaban los ladridos de los perros del arrabal.