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En uno de los balcones del piso segundo de su casa de la calle de Botoneras estaban esperándoles doña Manuela, Leocadia, y tras ellas, hundido en una butaca sin poder incorporarse, por la debilidad de las piernas, don José, que a cada minuto preguntaba: ¿No vienen? ¿No les veis? Al fin desembocaron los dos hermanos por el arco de la Plaza Mayor.

Sobre su ancho cuello apenas se destacaba la roja empuñadura del estoque, hundido hasta la cruz. De pronto, el animal se detuvo en su carrera, agitándose con doloroso movimiento de cortesía; dobló las patas delanteras, inclinó la cabeza hasta tocar la arena con su hocico mugiente, y acabó por acostarse con estremecimientos agónicos...

Sobre el altar veíanse el ara rota, el tabernáculo hundido, y dos bellos ángeles, que a un lado y otro sostenían antes lámparas de plata, levantaban entonces sus manos vacías, crispadas, como anunciando la cólera del Señor... A los pies de la capilla, sobre un confesonario destrozado y varios reclinatorios rotos, hallábanse amontonados trastos viejos, muebles inservibles y el armazón de un teatro en que había representado la condesa, tiempos atrás, unos famosos cuadros vivos.

El pensamiento, cuando no se expresa y se determina por medio de la palabra, cuando persiste hundido en las profundidades de nuestro ser, sin comunicarse y declararse a otro ser inteligente, es confuso caos, de cuya verdad o de cuya mentira, de cuya bondad o de cuya insignificancia, no estamos seguros. La plena conciencia no aparece sino con la palabra emitida y comunicada.

Compraron el periódico, y Maltrana leyó a la luz de un farol el sumario, en letras grandes, que encabezaba el relato del suceso. Habíase hundido en las primeras horas de la mañana aquel edificio en el que trabajaba el señor José. Instantáneamente tuvo Maltrana el presentimiento de la desgracia.

A la vuelta de un sendero hundido en el fondo de un valle sombrío y agreste, vi un día un viejo edificio de una arquitectura sencilla pero imponente, y la sola contemplación de aquel lugar hizo descender a mis sentidos el recogimiento y la paz.

Con un gesto indicó a su empleado que se sentase, y Fermín, hundido en un sillón, dejó vagar su mirada por esta pieza, en la que no había entrado nunca.

Las arrugas de ese semblante, lo hundido de esas sienes, lo agudo de esos pómulos, lo contraido de esos labios, lo furtivo de esa mirada, significan, malicia, perspicacia, argucia; no significan un entendimiento liberal, extenso, vario, rico, fecundo, inagotable; me significan el entendimiento de un Voltaire. Voltaire en esa piedra es más bien un hombre de chispa, no un hombre de genio.

Arrojó al fin los periódicos y agitándose furioso un instante, y apretando los puños llenos de rabia, quedóse largo tiempo pensativo, hundido en la poltrona en que se hallaba sentado, contraída la boca, frunciendo el entrecejo, fijos los ojos en el fuego de la chimenea, cuyas movibles llamas prestaban a su rostro un resplandor rojizo.

Hundido en la cama y apagada la luz, sentía una intensa voluptuosidad recordando todo lo ocurrido aquella tarde. El cansancio del viaje, la mala noche pasada en el vagón, no le daban sueño, y con los ojos abiertos en la obscuridad iba reconstituyendo lo que la artista le había contado a última hora paseando por el jardín.