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Despues que hubimos descansado un instante, nos lavamos, y aún con el polvo del camino encima, salimos á dar una vuelta, como suele decirse. Bajamos por la calle Feydeau, torcimos á la derecha, y á pocos pasos nos hallamos en la plaza de la Bolsa, cuyo suntuoso palacio descubrimos confusamente entre dos luces.

Nos levantamos, pues, y llamamos a Magdalena en coro, y luego cada cual a solo, y apenas hubimos acabado, cuando un hibernés, compañero de viaje, gritó desde el imperial: ¡Magdalena! con un acento tan extraño que todos nos echamos a reír. Mientras nos estábamos riendo, nuestro cochero dijo a voz en grito: ¡Silencio!

Al fin, después que subimos a lo largo de un escarpado peñasco que descendía abruptamente al agua, y hubimos calculado que nos hallábamos a cuatrocientos veinte pasos del viejo puente, dimos vuelta de pronto a un recodo del río y salimos a un espacio en donde éste se ensanchaba, aun cuando siempre se deslizaba a cien pies o más de profundidad, de modo que corría despejado con un ancho de cuarenta yardas, por lo menos, mirando hacia el firmamento.

El respondió que así lo haría, y que me recibía no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo. Como estuvimos en Salamanca algunos días, paresciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí y, cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me dió su bendición y dijo: "Hijo, ya que no te veré más.

Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va á arrimar el hombro á la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre con la más fraternal inteligencia del mundo.

Cuando hubimos terminado, Villa y Pepita se unieron a la tertulia, y observé que el comandante estaba jacarero y guasón hasta lo sumo, haciendo reír con sus bromas a todos, menos a D. Acisclo, que no debía de ver con buenos ojos que se riesen otros chistes más que los suyos.

La joven se detenía de tiempo en tiempo en su rápida y ligera ascensión para mirar si la seguía, y un poco jadeante de su carrera me sonreía sin hablar. Llegado que hubimos al desnudo arenal que formaba la meseta, observé á alguna distancia una iglesia de aldea cuyo campanario dibujaba en el cielo sus vivos contornos. Aquí es me dijo la joven conductora, acelerando el paso.

Atado que hubimos nuestros caballos á los recios troncos de los naranjos susodichos, emprendimos la subida por la rampa, que nos condujo al salón-mirador, estancia verdaderamente deliciosa, más propia de una villa italiana ó de un carmen granadino que de un monasterio oculto en los repliegues y derivaciones de una sierra de Extremadura.

Roberto nada decía, pero con frecuencia se inclinaba hacia y me hacía una seña amistosa, como si juzgase prudente consolidar nuestro pacto cada cinco minutos: trabajo inútil, pues nada estaba más lejos de mi imaginación que la idea de romperlo. Cuando hubimos trotado una media hora a un paso bastante vivo, detuvo su caballo y me dijo: ¿Bueno, chiquilla? ¿Qué hay, «grande»? ¿Regresamos?

Al llegar á Kehl la policía aduanera y militar nos cayó encima, como era natural, puesto que íbamos á entrar á Francia. «Nadie pase sin hablar al portero», decía Larra, y esto en Francia tenia su aplicacion rigorosa . Todos los viajeros hubimos de entregar nuestros pasaportes y equipajes, y dejarnos encerrar en un ómnibus para pasar el puente bajo la vigilancia de un agente de policía.