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Miguel le escribía: «Aún siento, picaronaza, tus manos entre mis cabellos y aún me duelen los tirones que me dabas. Media hora por lo menos tardaba tu doncella Rosalía en ponerme la cabeza como la de un querubín; y ni un segundo siquiera en dejármela como una selva enmarañada! ¿Conservas fidelidad a los gatos?

El refitorio era un aposento como un medio celemín; sustentábanse a una mesa hasta cinco caballeros. Yo miré lo primero por los gatos, y como no los vi, pregunté que cómo no los había a un criado antiguo; el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse, y dijo: "¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias?

El era el único transeunte: en las aceras vagaban perros y gatos abandonados. Sus recuerdos militares le enardecían como soplos de gloria. Yo he visto el paso de los marroquíes... He visto los zuavos en automóvil. La misma noche que Julio había salido para Burdeos, él vagó hasta el amanecer, siguiendo una línea de avenidas á través de medio París, desde el león de Belfort á la estación del Este.

¡Dios mío! ¡qué es esto! gritó en prosa culta ¿quién ha causado esta devastación...? ¡Petra! ¡Anselmo! y se colgó del cordón de la campanilla. Entró Petra sonriente. ¿Qué ha sido esto? Señor, yo no he sido.... Habrán entrado los gatos. ¡Cómo los gatos! ¿Por quién se me toma a ?

Abandonada por sus adoradores, y olvidada del público, María Ana se refugió en su hotel de la calle de San Honorato, donde vivió varios años entregada á sus cacatúas, á sus perros y á sus gatos; aquellos serían sus últimos amantes, los más fieles.

No pudiendo resistir el alborozo que esto me causaba, iba al corral, ponía canutillos de pólvora a los gatos, y encerrándolos en un cuarto con las gallinas, me moría de risa. Santorcaz, lejos de reír con esta nueva barrabasada de su discípulo, fijaba la mirada en el horizonte, completamente abstraído de todo, y meditando sin duda sobre graves asuntos de su propio interés.

El jardín, encerrado entre tapias almenadas lindantes con la muralla de mar, estremecíase de la mañana a la noche bajo el estrépito de las detonaciones. Huían los pájaros con medroso aleteo; trepaban por los agrietados muros verdosos lagartos, ocultándose entre las capas de hiedra; trotaban los gatos por las avenidas con un galope de terror.

Mi señor suegro, que, como los gatos, caía siempre sobre sus patas, había resuelto aprovechar mi popularidad y renovar relaciones, en ocasión de nuestras bodas, con un montón de gente que, por prudencia, había dejado de tratarse con él desde hacía años. Desató, pues, los cordones de su bolsa, y organizó una fiesta monstruo en la que el champagne debía correr a mares, según su expresión.

Esta se la dio con sentimiento, mostrándose pesarosa de la soledad en que hasta el próximo día quedaba en sus palacios, habitados por sombras de chambelanes y otros guapísimos palaciegos. Que estos, ante los ojos de los demás mortales, tomaran forma de gatos mayadores, a ella no le importaba.

¡Que brillo por mi ausencia!... ¿Pero qué disparates está usted diciendo, Sr. de Ponte? O es que no entendemos nosotras, las mujeres de pueblo, esos términos tan fisnos... Ea, quédense con Dios. Yo vuelvo pronto, que tengo que dar de almorzar a la niña y a los señores gatos. Y aunque el Sr. D. Frasquito no quiera, ha de hacer aquí penitencia. Le convido yo... no, le convida la señorita.