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Actualizado: 1 de junio de 2025
Y cuando aún no habían llegado a los treinta y cinco años se sentían viejos, agrietados por dentro, como si se desplomase su vida, y comenzaban a ver rechazados sus brazos en los cortijos. Zarandilla, que había presenciado todo esto, indignábase de que tachasen de holgazanes a los braceros. ¿Por qué habían de trabajar más? ¿Qué aliciente les ofrecía el trabajo?... Yo he visto mundo, Rafaé.
Las chusmas, extenuadas por el manejo continuo de bombas y calderos, sentíanse impotentes ante el Océano, que invadía en lenta marea ascendente la concavidad de los agrietados cascarones. Así navegaron treinta y cinco días, creyendo ir hacia Castilla cuando estaban más lejos de ella que al salir de Veragua.
El jardín, encerrado entre tapias almenadas lindantes con la muralla de mar, estremecíase de la mañana a la noche bajo el estrépito de las detonaciones. Huían los pájaros con medroso aleteo; trepaban por los agrietados muros verdosos lagartos, ocultándose entre las capas de hiedra; trotaban los gatos por las avenidas con un galope de terror.
En el piso principal salvaron un ancho corredor abierto, con el pavimento de madera, tan deteriorado que era preciso ir con cuidado para no meter el pie por algún agujero. Por todas partes se observaba un abandono extraño; las paredes sucias, descascarilladas, el suelo con un dedo de polvo, los techos agrietados: no parecía una casa habitada, sino una antigua abadía solitaria.
Palabra del Dia
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