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Actualizado: 8 de mayo de 2025
Con esto, se fueron todos a acostar para una hora que quedaba o media, y el estudiante lo puso todo en las alforjas, y en la capilla del gabán le echó una gran piedra, y fuese a dormir. Llegó la hora de caminar; despertaron todos, y el viejo todavía dormía. Llamáronle, y al levantarse, no podía levantar la capilla del gabán.
Sus manos algo bastas, sin duda a causa del trabajo, oprimían un lío de ropa seminueva, mal envuelta en un pañuelo rojo. Rojo era también el que ella en su cabeza llevaba, descuidadamente liado debajo de la barba a estilo de Madrid. ¿Con qué prenda se cubría? ¿Sotana, mantón, gabán de hombre?
Los primeros que se dejaron ver fueron un oficial muy joven con un uniforme de marcha y un caballero no muy bien parecido con gabán abrochado y llevando en la mano bastón con borlas. Por detrás de ellos se veían los roses y los fusiles de algunos soldados.
Y doña Manuela, viendo tales fachas, por una extraña relación de pensamientos, sujetó su bolso con las dos manos, como si alguien fuese a robarla. Después se tentó los bolsillos del gabán, y... ¡justo! ¡No eran falsas sus sospechas! Le habían robado el pañuelo.
Si llega a hojear La divina comedia se ríe del conde Ugolino. Al oír que daban las tres en el reloj del despacho, púsose el gabán y salió.
No es usted justa, mi hermosa prima, porque el primero que ha participado de esa convicción no se llama Marenval, sino Tragomer. María frunció las cejas, hizo un nuevo ademán afectuoso y, sin añadir ni una palabra, volvió á entrar en las habitaciones. Giraud presentó á Marenval su gabán de pieles.
Uno de ellos llevaba dos dedos de grasa en el cuello del gabán; a otro le faltaban los botones; otro no gastaba puños en la camisa. Y todos, absolutamente todos, tenían los pantalones deshilachados.
El conserje era uno de sus criados y sabía que dos golpes de timbre significaban una visita para su señora. Las puertas se abrieron por sí solas ante el joven doctor. Un lacayo le cogió el gabán de sobre los hombros con tanta ligereza que apenas si lo advirtió. Otro le introdujo, sin anunciarle, en el comedor. En aquel momento el conde y la señora Chermidy se sentaban a la mesa.
Iban otros más de ciudadanos, y aunque menos brillantes, más viriles: llevaban un pantalón de azul oscuro y uno como gabán corto y justo, cerrado con doble hilera de botones de oro por delante: el sombrero era de fieltro negro de alas anchas, con un delgado cordón de oro, que caía con dos bellotas a la espalda.
Y hasta es posible que me dieran una paliza.» Se alejó cosa de veinte pasos y se detuvo nuevamente. El aire iba siendo más frío. Su gabán casi no le abrigaba. Al meterse la mano en el bolsillo, encontró el periódico. Casi estuvo a punto de llorar de rabia.
Palabra del Dia
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