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Actualizado: 21 de mayo de 2025
Ferragut sintió interés por los remotos amores de aquella napolitana, gran señora, con el magnate español, prudente y linajudo. La pasión había hecho cometer al grave virrey la locura de construir un palacio en el mar. También el marino amaba á una mujer de otra raza y sentía iguales deseos de hacer por ella cosas disparatadas.
Es triste tener que matar á una persona de su sexo. ¡Matar á una mujer, y además una mujer hermosa!... Pero sin embargo, resulta preciso... Creo que la fusilarán de un momento á otro. El Mare nostrum hizo otro viaje de Marsella á Salónica. Buscó en vano Ferragut antes de partir nuevas noticias de Freya en los periódicos de París.
Le volvió la espalda, al mismo tiempo que desaparecía de su mano el revólver. Antes de alejarse murmuró varias palabras que no pudo entender Ferragut, mirándole por última vez con ojos despectivos. Debían ser terribles insultos, y por lo mismo que los profería en un idioma misterioso, él sintió más profundamente su menosprecio. No puede ser... Se acabó, ¡se acabó para siempre!...
Sólo iban transcurridos unos segundos, cuando empezó á marcarse sobre el agua un dorso obscuro, de vertiginosa carrera, que venía rectamente hacia el vapor. ¡Torpedo! gritó Ferragut. La angustiosa espera duró unos instantes. El proyectil, oculto en las aguas, pasó á unos seis metros de la popa, perdiéndose en la inmensidad. Sin la rápida virada de Tòni, habría herido al buque en pleno flanco.
Sus primeros amores fueron con una emperatriz. El tenía diez años y la emperatriz seiscientos. Su padre, don Esteban Ferragut tercera cuota del Colegio de Notarios de Valencia , admiraba las cosas del pasado.
Eran veteranos del Mediterráneo, silenciosos y ensimismados, que obedecían maquinalmente las órdenes, sin preocuparse de adonde iban ni de quién los mandaba. ¿No hay más? preguntó Ferragut. El conde aseguró que otros hombres vendrían á reforzar la tripulación en el momento de la salida. Esta iba á ser tan pronto como la carga quedase terminada.
Siento un miedo horrible. ¡Tengo tanto que expiar!... Se había levantado poco á poco del diván, y al pedir protección á Ferragut iba hacia él con los brazos extendidos, humilde y al mismo tiempo acariciadora, por una voluntad de seducción que predominaba sobre todos sus actos. ¡Déjame! gritó el marino . No te acerques... ¡no me toques!
Conoce usted bien su mar dijo con tono de aprobación. Ferragut iba á seguir hablando, pero entraron las dos señoras con una bandeja que contenía el servicio de té y varios platos de pasteles. El capitán no extrañó esta falta de servidumbre. La doctora y su amiga eran para él unas mujeres de costumbres extraordinarias, y todos sus actos los encontraba lógicos y naturales.
Sus navegantes atrevidos bajaban á lo largo de la costa española, fundando ciudades que eran focos de civilización para los rudos íberos, así como Marsalia lo fué para los belicosos galos. Ferragut, al pasar ante el palacio de la Bolsa, lanzaba una mirada á las estatuas de los dos grandes navegantes marselleses Eutymenes y Pyteas.
Y el notario, con voz melosa, ampliaba su respuesta: «Buenos días, señor marqués.» «Buenos días, señor barón.» Sus relaciones no iban más allá; pero Ferragut sentía por los nobles personajes la simpatía que sienten los parroquianos de un establecimiento, acostumbrados á mirarse durante años con ojos afectuosos, pero sin cruzar mas que un saludo.
Palabra del Dia
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