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Las armas de los Febrer habían ondeado en flámulas y banderas sobre más de cincuenta navíos de gavia lo mejor de la marina de Mallorca , que, luego de tomar órdenes en Puerto Pi, iban a vender aceite de la isla en Alejandría, embarcaban especierías, sedas y perfumes de Oriente en las escalas del Asia Menor, traficaban con Venecia, Pisa y Genova, o, pasando las Columnas de Hércules, sumíanse en las brumas de los mares del Norte para llevar a Flandes y a las repúblicas anseáticas la loza de los moriscos valencianos, llamada por los extranjeros mayólica, a causa de su procedencia mallorquína.

Su tío, fray Espiridión Febrer, prior de Santo Domingo, gran lumbrera de la época, había sido su maestro, y «la Greca» podía escribir en su idioma a los corresponsales de Oriente que aún mantenían con Mallorca un mortecino comercio. Jaime encontraba con su vista algunos lienzos más allá distancia que representaba el paso de un siglo , otro retrato de hembra famosa de la familia.

Debían matar solas, sin que su dueño se tomase el trabajo de apuntar. La imagen de Febrer reflejándose en el cristal hizo volver al padre la cabeza rápidamente. ¡Don Chaume!... ¡Ay, don Chaume! Tal fue el aturdimiento de su sorpresa y tan grande su alegría, que, agarrando las manos de Febrer, faltó poco para que se arrodillase al mismo tiempo que hablaba tembloroso.

Todos los años, en un carruaje como aquél, emprendía la familia de Febrer su viaje a Sóller, donde poseía una antigua casa, de amplio zaguán, la casa de la Luna, llamada así por un hemisferio de piedra con ojos y nariz que adornaba lo alto del portalón, representando al astro de la noche. Era siempre a principios de Mayo.

Febrer atravesó el recibimiento, abrió la puerta de la escalera y empezó a descender los suaves peldaños. Sus abuelos, como todos los nobles de la isla, construían en grande. La escalera y el zaguán ocupaban una tercera parte de los bajos de la casa.

Cuando Febrer quedó sólo, descolgó la escopeta y estuvo largo rato junto a la puerta examinándola distraídamente.

La casa de Febrer era grande, como esos buques que al encallar y perderse para siempre hacen la riqueza de la costa adonde van a morir. Sus restos y despojos, que hubieran mirado con desprecio los antiguos, representaban aún una fortuna. Jaime no quiso pensar, no quiso saber.

Febrer recordaba sus bromas de otros tiempos, en noches de francachela, ante los platos de ostras frescas en los grandes restoranes de París.

Privada de poder hablar con Febrer, que ignoraba el inglés, lo saludaba con el brillo amarillento de sus dientes y volvía a su trabajo, siendo una figura decorativa de los halls de los hoteles. Los dos amantes hablaban de casarse. Mary resolvía la situación con enérgica rapidez. A su padre sólo necesitaba escribirle dos líneas. Estaba muy lejos, y además nunca le había consultado en ningún asunto.

Pero a los pocos pasos se detuvo, volviendo la cabeza al no oír de nuevo el tamboril. El cantor se alejaba cuesta abajo, temeroso de molestar al señor con su música, e iba en busca de otro lugar solitario. Llegó Febrer a la torre. Todo lo que parecía de lejos piso bajo era una construcción maciza.