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Actualizado: 24 de mayo de 2025
Muchas veces, Jaime, siendo niño, se había asomado para contemplarse allá abajo, en la pupila circular y luminosa de sus aguas dormidas. La calle estaba solitaria. Al final de ella, junto, a las tapias del jardín de los Febrer, veíase la muralla de la ciudad, y abierto en esta muralla un portalón con barrotes de madera en su arco, iguales a los dientes de una boca enorme de pescado.
Cuando viviera lejos de los suyos y vistiese mejor, sería una señora «presentable»... ¿Pero podía amarla?... Febrer sonrió escépticamente. ¿Acaso resultaba necesario el amor para casarse?
Los Febrer hacia dos siglos que, olvidados del mar donde no quedaba comercio y sólo hacían la guerra pobres patrones e hijos de pescadores , se habían dedicado a imponer su nombre con un lujo esplendoroso, arruinándose lentamente. El abuelo aún había alcanzado los tiempos de verdadero señorío, cuando ser butifarra era en Mallorca algo que colocaban las gentes entre Dios y los caballeros.
Febrer sintióse alegre por su buena suerte.
No; con el matrimonio pocos juegos. En España es indisoluble, no hay divorcio, y el hacer experiencias con él resulta caro. Por eso Valls se había mantenido célibe. Febrer, irritado por estas palabras, apeló al recuerdo de las ruidosas propagandas que hacía Pablo contra los enemigos de los chuetas.
Veíase en el venerable caserón de los Febrer con sus padres y su abuelo. Era hijo único. Su madre, una señora pálida, de belleza melancólica, había quedado enferma a consecuencia de su nacimiento. Don Horacio vivía en el segundo piso, en compañía de un viejo criado, como si fuese un huésped en la casa, mezclándose con la familia o aislándose de ella a su capricho.
Febrer dio por terminada la entrevista, ordenando a Pep y a los suyos que fuesen a su casa. El payés conocía de antiguo a madó Antonia, y la vieja tendría mucho gusto en verle. Comerían con ella lo que tuviese. Ya les vería al anochecer, cuando volviese de Valldemosa. «¡Adiós, Pep! ¡Adiós, atlots!»
Pero los Febrer eran los suyos; el nombre y los bienes ya perdidos a ellos los debía. ¡Y él, último vástago de una familia orgullosa de su historia, iba a casarse con Catalina Valls, descendiente del ajusticiado!... Las consejas oídas en la niñez, los simples relatos con que le entretenía madó Antonia, surgían ahora en su recuerdo como ideas olvidadas, pero que habían abierto hondo surco.
Aquel hombre venía por ella, y su padre era el primero en aceptar este deseo. ¡Cosa hecha!... Era un Febrer, y ella iba a decirle «sí». Recordó sus años infantiles en el colegio, rodeada de niñas más pobres que aprovechaban todas las ocasiones para molestarla, por envidia a su riqueza y por un odio aprendido de sus padres. Era la chueta.
El capitán estaba allí, en aquellos renglones, con su ruda y desbordante personalidad, escandaloso, simpático y agresivo. Febrer creyó contemplar sobre el papel su nariz enorme y pesada, sus patillas canosas, sus ojos de color de aceite con pintas de tabaco, su chambergo abollado puesto de través.
Palabra del Dia
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