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De pronto se agachó, buscando piedras en la obscuridad para arrojarlas contra Febrer, y a cada pedrada retrocedía algunos pasos, como para defenderse de una nueva agresión. Los guijarros, despedidos por sus brazos débiles, fueron a perderse en la sombra o rebotaron contra el porche.

El orgullo de vecindario arrastró al Capellanet a participar momentáneamente de las opiniones de los otros, pero pronto renacieron su gratitud y su afecto a Febrer. No importa.

Una especie de sarcófago elevábase entre estos adornos, y en él se leía en antigua letra española: «El Inquisidor Decano don Jaime FebrerEl pacífico mallorquín que al volver a su casa encontraba esta cartulina de visita debía sentir un espeluznamiento de terror.

Febrer no era ya más que el conserje de su propia casa. Y también pertenecían a los acreedores los cuadros italianos y españoles que adornaban las paredes de dos gabinetes inmediatos; los muebles antiguos con sedas rapadas o rotas, pero de hermosas tallas; todo, en fin, lo que conservaba algún valor entre los restos de la secular herencia.

Y todos reían, diciéndose que Febrer hablaba por experiencia propia, pues era gran aficionado a visitar «la calle», encargando trabajo a los plateros para poder hablar con las plateras. También estaba en el recibimiento el retrato de otro de sus ascendientes, el inquisidor don Jaime Febrer, que llevaba su mismo nombre.

Febrer miró al pasar con ojos irónicos estas riquezas heredadas de sus ascendientes. Nada era suyo. Hacía más de un año que estos tapices y los del dormitorio y todos los de la casa pertenecían a ciertos usureros de Palma, que los habían dejado colgados en el mismo sitio.

Bien sabía él que los señores se burlaban de esto, considerando casi como salvajes a los payeses de la isla; pero a los pobres hay que dejarles sus costumbres, olvidarlos, no turbar sus escasas alegrías. Ahora fue Febrer quien puso el gesto triste.

Su madre deseaba que fuese abogado, para que pudiera desenmarañar la fortuna de la familia, gravada y revuelta con hipotecas y préstamos. Su equipaje fue enorme, un verdadero ajuar de casa, y el bolsillo lo llevaba bien provisto. Un Febrer no podía vivir como un simple estudiante. Fue primero a Valencia, por creer la madre esta población menos peligrosa para la juventud.

La pobreza surgía ante su paso, con todas sus molestias, en estos salones que le hacían recordar los espléndidos decorados de ciertos teatros vistos en sus viajes por Europa. Como si fuera un extraño que entrase por primera vez en su dormitorio, admiraba Febrer esta pieza, grandiosa y de elevado techo. Sus poderosos abuelos habían edificado para gigantes.

El pequeño Febrer, cuando el carruaje transponía una garganta, en lo más alto de la sierra, lanzaba gritos de alegría contemplando a sus pies el valle de Sóller, el jardín de las Hespérides de la isla. Las montañas, obscuras de pinares y moteadas de blancas casitas, tenían las cumbres envueltas en turbantes de vapores.