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Actualizado: 18 de mayo de 2025


En la situación en que le presentamos á nuestros lectores, mientras extendía hacia el fuego sus manos y sus piernas, miraba con una gran impaciencia al padre Aliaga que, siempre inalterable, desdoblaba la carta de la reina. Acercáos, acercáos y oíd, porque esta carta debe leerse en voz muy baja, no sea que las paredes tengan oídos.

Vergüenza tuvo Morsamor de quedarse atrás, pero temía que, si Urbási seguía andando, prendiese el fuego en su larga y flotante vestidura, cuya fimbria tocaba y se extendía sobre el pavimento.

Estas dificultades, hasta entonces no sospechadas, surgían de pronto, como surgen los escollos al rasgarse la bruma cerca de una costa. Un ambiente de duda, de timidez y mutismo se extendía por el buque según éste iba avanzando. Los emigrantes de popa, esquilados, rapados y vestidos de limpio, permanecían silenciosos, con visible indecisión.

Bien comprendía que las señoras le estaban mirando y no con gran benevolencia. Al cabo de un rato, como en realidad no podía ni tenía deseo de conciliar el sueño, se alzó del asiento y se asomó a la ventanilla. La noche era clara y tibia; la vasta llanura erizada de lomas se extendía debajo de un cielo tachonado de estrellas.

El parque se extendía a una y otra parte del Aubette, cuyas verdosas aguas rodeaban luego la casa y alimentaban las albercas construidas al pie mismo de las terrazas. La avenida de fresnos cuyo recuerdo tan bien había conservado Delaberge, conducía a una verja de hierro y después se continuaba más allá del puente de piedra echado sobre el riachuelo.

Esto ocurrió á principios de Septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París. El alumbrado empezaba á ser escaso, por miedo á los «taubes», que habían hecho sus primeras apariciones.

Tónica, con dulce coquetería, extendía sus manos, dejándoselas besar. Si alguna vez, al saltar un ribazo, quedaba al descubierto algo de su blanca media, veía cómo Juanito volvía a otro lado su mirada con cierta expresión de sorpresa y disgusto. La quería bien: estaba en el período de la adoración extática. Tónica era para él como esas vírgenes de cabeza hermosísima, que bajo la deslumbrante vestidura sólo tienen para sostenerse tres feos palitroques.

La nieve había cesado de caer y la Luna brillaba entre dos grandes nubes, una blanca y otra negra. La estrecha garganta, bordeada de ingentes rocas cortadas a pico, se extendía bastante lejos, y sobre ambos lados los abetos gigantes se elevaban hasta perderse de vista. Nada turbaba en aquel lugar la calma de los grandes bosques; dijérase que se hallaban muy lejos todas las agitaciones humanas.

Un hombre que estaba en la abertura de la cerca y que extendía el puño hacia ellos, gritó con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ah, ah, bribona, estás otra vez ahí! Corro en busca de la condesa para hacerle saber lo que pasa aquí. Esta vez te va a salir mal. Elena se puso vivamente de pie, azorada por aquella amenaza, y huyó hacia la casa dando gritos agudos.

La campiña se extendía debajo del cielo trasparente, reflejando con tonos verdes, claros, amarillentos, los rayos del sol que se ocultaba. El mar era una mancha azul allá a lo lejos. Los dos clérigos habían atravesado ya el caserío principal, donde las mujeres, sentadas a la puerta de casa, les daban las buenas tardes y los niños acudían a besarles la mano.

Palabra del Dia

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