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Actualizado: 28 de junio de 2025
Al decir yo, Guillermina se ponía la mano en el pecho y daba a sus ojos la expresión más hermosa. «Yo, yo... ese día, iré a confesarme con usted como usted se confiesa ahora conmigo». Esto dejó a Fortunata tan desconcertada, que sus lágrimas se secaron de improviso. Miraba con verdadero espanto a la rata eclesiástica.
Le quedaba el recurso de pedir limosna, pero además del espanto que le causaba, comprendía muy bien que sus días estaban contados. Y muriéndose ella, ¿qué iba a ser de aquella criatura? Meditó un buen espacio con los ojos secos y clavados en el niño, repitiendo de vez en cuando la misma frase: ¡No, no irás al hospicio!
Y miraba con espanto a su propio hogar, que le parecía lo más cenagoso y lo más profundo de la charca; y todo se le ocurría, menos el fácil recurso de cerrar sus puertas a la peste de afuera, purificarse ella misma arrojando de su cerebro la podredumbre de sus ideas y trocarlas por otras más dignas de aquel purísimo sentimiento que la naturaleza había infundida en su corazón.
¡No me conocíais! ¡No me habéis visto antes de ahora! dijo la Dorotea, que comprendía en la mirada del fraile, fija en ella, algo de espanto, mucho de anhelo y muchísimo de afecto. El bufón se anticipó al padre Aliaga. No, hija mía, no; este respetable religioso no te conocía ni de nombre. Me estáis engañando dijo de una manera sumamente seria la Dorotea.
Más te hubiera valido no haber hecho tanto dijo Ramón, a quien daba un valor inaudito el entusiasmo que le inspiraba la canción de Atala, y su indignación al verla menospreciada. Al oír estas palabras, la mujer se abalanzó a su diminuto marido, el cual, lleno de espanto, sólo tuvo tiempo de poner la guitarra sobre una silla y echarse a correr.
¡Es muy raro, muy raro, muy raro! se repitió estúpidamente Benincasa, sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas... la corrección concluyó. Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto. ¡Debe de ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
¿Están mucho peor educadas que las de otro tiempo? preguntó Francisca en tono de exquisita urbanidad. ¡Oh! Francisca... murmuró la de Dumais pálida de espanto. Ciertamente respondió la Bonnetable aniquilándola con la mirada. En mis tiempos las jóvenes no preguntaban jamás a las personas mayores y esperaban modestamente que se les dirigiese la palabra.
19 y dirás al pueblo de la tierra: Así dijo el Señor DIOS sobre los moradores de Jerusalén, y sobre la tierra de Israel: Su pan comerán con temor, y con espanto beberán sus aguas; porque su tierra será asolada de su plenitud, por la violencia de todos los que en ella moran. 20 Y las ciudades habitadas serán asoladas, y la tierra será desierta; y sabréis que yo [soy] el SE
Al fin pronuncié su nombre y me sobrecogí de espanto, de tal modo que el sonido de mi propia voz me pareció extraño y lúgubre.
Luego desde mi gabinete oí que Pepe y aquella mujer levantaban mucho la voz: me acerqué a una puerta y la oí llorar, llegando a mis oídos palabras que me helaron de espanto: «despojo» «compasión» «maldad.» Por fin salió nerviosa, excitadísima, blanca de cólera, y desde la puerta de la escalera, tragándose las lágrimas dijo: «¡Ojalá, si tiene usted hijos que paguen lo que hace con el mío!» Me quedé aterrada, volví al gabinete, llamé a Faustina mi doncella, en quien sabe usted que tengo absoluta confianza, y mostrándole desde el balcón a la mujer que en aquel instante salía del portal le dije: «Coge el mantón, síguela y averigua quien es y donde vive.» Pepe pasó la tarde de un humor intolerable y ordenó que bajo ningún protesto se abriese la puerta a aquella desdichada.
Palabra del Dia
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