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Se quedó delante de , el látigo con mango de concha entre los dientes, lívidas las mejillas, los ojos inyectados, salpicándome de sangrientos resplandores; luego dejó oír una o dos carcajadas convulsivas que me helaron. Su caballo volvió a partir a escape tendido.

Afligidísimos quedaron los circunstantes; y aquellos á quienes la deshonestidad y la disolución les decían en el corazón que eran dignos de semejante fin, se helaron de pavor y susto. Otros creyeron que con la enfermedad maligna que tenía había delirado de aquella suerte, y por esto le llevaron á la iglesia, en donde, celebradas las exequias, le enterraron.

El conde pronunció estas palabras con tal pausa y frialdad, que no es fácil comprender cómo no se helaron antes de salir fuera de los labios. Servidor de usted dijo Octavio, con señales visibles de hallarse cortado. He oído hablar bastante de su papá prosiguió el conde, con mayor pausa aún y sin apartar su mirada fría y escudriñadora del rostro del mancebo.

Julián distaba de él unos cuantos pasos no más, cuando oyó dos o tres gritos que le helaron la sangre: clamores inarticulados como de alimaña herida, a los cuales se unía el desconsolado llanto de un niño. Engolfóse el capellán en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y llegó velozmente a la cocina.

Luego desde mi gabinete que Pepe y aquella mujer levantaban mucho la voz: me acerqué a una puerta y la llorar, llegando a mis oídos palabras que me helaron de espanto: «despojo» «compasión» «maldadPor fin salió nerviosa, excitadísima, blanca de cólera, y desde la puerta de la escalera, tragándose las lágrimas dijo: «¡Ojalá, si tiene usted hijos que paguen lo que hace con el míoMe quedé aterrada, volví al gabinete, llamé a Faustina mi doncella, en quien sabe usted que tengo absoluta confianza, y mostrándole desde el balcón a la mujer que en aquel instante salía del portal le dije: «Coge el mantón, síguela y averigua quien es y donde vivePepe pasó la tarde de un humor intolerable y ordenó que bajo ningún protesto se abriese la puerta a aquella desdichada.

Me ha llenado usted de dudas. ¿Será verdad que cuando uno se muere se convierte en escarola?». Juan Pablo miró al ciego, y se helaron en sus labios las palabras con que iba a espetarle nuevamente su cruel filosofía. Era Rubín hombre de buen corazón, y le pareció poco humano aumentar las tinieblas de aquella triste y miserable vida.