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Actualizado: 28 de junio de 2025


Al oír Morsamor las palabras de Urbási, retrajo a su memoria la imagen de Beatricica y pensó tenerla allí presente y que ella le encadenaba entre sus brazos y le besaba y le acariciaba. Como si hiriesen otra vez sus oídos, percibió las palabras de la vieja gitana que le dijo en Sevilla la buenaventura. Los cabellos de Morsamor se erizaron de espanto.

Penetró resoplando en el tenebroso almacén de la calle de San Felipe Neri, dejando como siempre estupefactos, abatidos, aniquilados a los dependientes, para los cuales el duque de Requena no era sólo el primer hombre de España, sino un ser sobrenatural. Producíales su vista la misma impresión de espanto y entusiasmo, de temor y fervorosa adoración que a los japoneses el gran Mikado.

Estas palabras, lejos de tranquilizar a la señora Princetot, parecieron aumentar todavía su espanto; había de nuevo juntado sus manos y se las retorcía nerviosamente. Al mismo tiempo, vio Delaberge que las lágrimas humedecían los ojos de la hostelera. ¿Qué tiene usted? continuó. Diríase que mis palabras le causan pena... Sentiría con toda el alma que involuntariamente...

Doña Lupe, que pasó a ver a la difunta, se afectó tanto, que no pudo permanecer allí. «Hija mía dijo a su sobrina secreteándose , yo no puedo ver estas cosas fúnebres. Creo que me va a dar algo. La muerte me aterra, y no es que yo sea aprensiva. No me causa espanto ninguna enfermedad, como no sea el mal de miserere. Es lo que temo... En fin, que yo me voy de aquí al Monte.

Cuando la vió muerta, su dolor me espantó, me hizo olvidarme de mi propio dolor para acudir aterrada al socorro de mi padre. ¡Creí que se había vuelto loco!

Todas las muchachas, tarde o temprano, tienen gana de casarse y si no la tienes todavía es que estás un poco atrasada para tu edad. ¡Diecisiete años! ¡Ahí es nada!... Un monstruo... de una bonita especie, lo confieso... Pues bien, papá, elige ... Perfectamente... Elijo a Kisseler... ¡Kisseler! Mi espanto le hizo reír de buena gana.

Quiere decirse... bailando con él.... Yo no recuerdo... tal vez... ¡Infame!... ¡Fermín... por Dios, Fermín! Ana dio un paso atrás. Silencio... no hay que gritar... no hay que hacer aspavientos... yo no como a nadie... ¿a qué ese miedo?... ¿Doy yo espanto, verdad?... ¿Por qué? yo... ¿qué puedo? yo ¿quién soy? yo... ¿qué mando? Mi poder es espiritual.... Y usted esta noche no creía en Dios....

Pero a los pocos días, un esputo de sangre, que arrojó al toser, le asustó. ¿Estaría tísico? Semejante idea le llenó de espanto. Nunca había pensado en la muerte, sino como elemento artístico que utilizaba para sus poemas románticos, sacándola a relucir, demasiadamente por cierto, en apoyo de la sinceridad de sus ansias amorosas, y como medio de conseguir un bálsamo para sus penas.

Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espantó de manera que, alzándose en los pies, dio con su dueño por las ancas en el suelo.

Comprendía su sufrimiento y su espanto al ver a su padre inanimado, y mi piedad por aquel débil corazón de niña, estaba impregnada de ternura. ¿Por qué el aspecto de la muerte predispone el corazón a esos enternecimientos? ¿Será que buscamos por instinto un refugio contra el aniquilamiento final? ¿Será que las fibras más profundas del ser se conmueven a la vez y vibran al unísono al contacto de la formidable enemiga?

Palabra del Dia

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