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Sin duda la repulsa sufrida la había herido y no quería exponerse á otra. Un día que D. Félix después de comer se hallaba de mejor humor y departía amigablemente con los mayordomos debajo del corredor emparrado, D.ª Robustiana se aventuró á decirle: Mañana es día de amasijo, señor, y además tengo que colar la ropa de dos semanas... ¿Quiere que mande un aviso á Flora para que venga á ayudarme?

La linda morenita se entretuvo largo tiempo á contar pormenores, la mayor parte de ellos pueriles. Mas no por eso los escuchaba Demetria con menos atención. Cuando más embebidas se hallaban en su plática novelesca suena fuertemente el emparrado de avellanas que las resguardaba.

Para todas estas fiestas se construye de cañas y ramaje un emparrado, á cuya sombra se pasa el día. Durante la cuaresma no se come carne, mas esto no obsta para que continúen las reuniones indias, sustituyendo en lugar de aquella pescados y gulays. El tapatan nang pasion, da origen á una cena. A esta preceden costumbres altamente curiosas.

¡Qué largas y qué tristes iban a ser las veladas de invierno pasadas junto al hogar en que él atizaba el fuego, manteniendo con su donaire la conversación! ¡Qué monótonas habían de parecerle las noches de verano! ¡Qué callado el silencio cuando no se oyera resonar junto al fresco brocal del pozo, ni bajo el emparrado de la puerta, el rasguear de aquella guitarra que parecía tener alma y quejarse cuando él la tocaba!

De pronto suena una puerta en la casa. Los pasos de su hermano repercuten en el vestíbulo. Se pone en pie de un salto, y se sienta. La figura de Martín aparece en el emparrado. ¡Hermano! ¡hermano! exclama Juan. ¿Estás ahí, muchacho? y se deja caer sobre el banco con un suspiro ruidoso.

Basta dijo ella al cabo de algunos minutos. Ya tenemos bastantes flores. Ahora sólo falta ponerlas en los jarrones. Y con Delaberge se encaminó hacia un emparrado, bajo el cual había algunas sillas de junco y una mesa; encima de ésta lucían sus brillantes colores dos pequeños jarrones llenos de agua. Entonces comenzó el delicadísimo trabajo de arreglar los ramos.

En el emparrado, Martín recibe a Gertrudis con reproches afectuosos: tiene un hambre de lobo y la cena no está servida todavía. Gertrudis se dirige apresuradamente a la cocina. Cenan en silencio. Los dos jóvenes no alzan los ojos del plato. Un calor sofocante, intolerable, pesa sobre la tierra.

Visitaron el rústico emparrado bajo el cual habían hecho sus ramos un día y desde el que se disfrutaba de tan maravillosas perspectivas; siguieron un trecho por las orillas del riachuelo sobre cuyas tranquilas aguas inclinaban los sauces sus ramajes; no se detuvieron sino en la glorieta donde tuvo Delaberge la primera revelación del amor de Camila por el hijo de la señora Miguelina....

Además ¿no hay también horas menos ruidosas? Cuando Gertrudis dice: «Juan, ven a cantar», se sientan juiciosamente uno al lado del otro en el emparrado, o cuando se pasean lentamente a la orilla del riachuelo; y cuando Martín ha encendido su pipa y está dispuesto a escucharlos, sus voces resuenan claras y vibrantes en la sombra de la noche. Bien pronto llegan instantes de solemne encanto.

Todo en ella flota y se agita: sus faldas, las cintas de su delantal, el pañuelo que rodea su cuello, la masa en desorden de sus rebeldes bucles. Permanece así un instante, inmóvil, como fascinado, siguiéndola con los ojos; después menea la cabeza y se dirige hacia el emparrado. La primera cosa que le llama la atención es una mesita sobre la cual se ve una canastilla de paja para la labor.