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Actualizado: 12 de mayo de 2025


Pero la relación de personas distinguidas le tenía sin cuidado a Apolonio; lo que él echaba de menos era el trato de personas ilustradas, el ambiente académico y artístico.

Levantose para volver a la cocina, y en ella su pensamiento se balanceó en aquella idea del casorio, mientras maquinalmente echaba la sopa en la sopera... «¡Casarme yo!... ¡pa chasco...!, ¡y con este encanijado...! ¡Vivir siempre, siempre con él, todos los días... de día y de noche!... ¡Pero calcula , mujer... ser honrada, ser casada, señora de Tal... persona decente...!». v

Muy á menudo un gran-bestia, sorprendido de improviso con nuestra llegada, se ponia precipitadamente en fuga; otras veces un carpincho, deslizándose con presteza de la barranca, se escondia en el agua; mas léjos, un ciervo dormido, despertando de pronto, echaba á correr por entre el bosque volviendo de tiempo en tiempo la cabeza para examinarnos de nuevo.

Dijo que mi presencia era desde luego muy simpática, que bien se echaba de ver mi esmerada educación, y que admiraba en un corazón de oro; que mis ojos eran muy dulces, aunque un poco pícaros... en fin, no estampo más porque me ruborizo. Fue la primera y última vez que hablé con una mujer que me requebrase. Ambos, pues, nos hallábamos contentísimos el uno del otro.

La conversación, general o limitada a pequeños grupos, versaba sobre todo aquello que sin ofensa podía decirse ante una niña como Josefina y un clérigo como Lázaro; pues si ella contenía la libre lengua cortesana con su aspecto de pureza, bien se echaba de ver que el cura era un cura digno de sentarse donde cualquier grande o virtuoso se sentara.

Pero él la ocultaba con astucia á la mirada de los hombres, y se movía entre vosotros con rostro apesadumbrado, como el de un hombre muy puro en un mundo tan pecador; y triste, porque echaba de menos sus compañeros celestiales.

Porque D.ª Serafina Barrado, aunque estaba inmóvil y atenta con los ojos puestos en el orador, ofrecía tal vaguedad en la mirada, que bien se echaba de ver que se hallaba muy lejos de lo que decía. Lo que esta señora escuchaba, con imperceptibles estremecimientos de dolor y rabia, era el rumor de la plática de su capellán con Marcelina.

La buscaba sin darse cuenta de ello; la echaba de menos sin sospecharlo; deseaba verla y hablarla del modo indeterminado y vago con que desea la dicha el acostumbrado a la amargura.

Con esto se ponía como sobre ascuas y muy alborotado y triste, sin que para ocultarlo le valiese el disimulo. Entonces don Paco jugaba peor: solía tener rey y caballo del mismo palo y se le olvidaba acusar veinte, o bien, si Juana le jugaba un oro y él tenía el as o el tres, se lo guardaba y no lo echaba.

Mientras la joven se echaba a correr para alcanzar a su tío, la condesa se dirigió a la cubierta de cristales seguida por el diplomático, que iba mascullando su exordio. ¿Tienes que hablarme, Raúl? dijo la condesa. ¿Qué quieres? Yo también tengo que decirte algo.

Palabra del Dia

ciencuenta

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