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Actualizado: 13 de junio de 2025
«La Providencia le ha dicho también: Elegi, non abjeci te... te he elegido y no te he rechazado, aunque tu vida haya sido agitada.» Llama agitada a aquello murmuró Durand dando un segundo codazo a Grano de Sal que le respondió con la misma energía, es decir, con otro codazo capaz de hundir dos costillas al artillero-cirujano-calafate. ¡Oh! los dos se comprendían. «...Sí, hermanos míos, agitada.
Después, volviéndose a un compañero: Fíjate tú, polaco, ¿es que quieres quedarte tieso como ese que tienes al lado? ¡Oh! ¡el cochino! ¡qué feo es! ¡Toma! ahora pone los ojos en blanco. Era uno que expiraba en las últimas convulsiones de la agonía. Durand, ¿vendrás de una vez? gritó de nuevo Zeli ; ven a ver mi pierna, viejo mío.
Otro que ya está curado dijo el maestro Durand que estaba absorto pensando cómo remediar la falta de balas. ¡Municiones!... ¡municiones! gritaban muchas voces con un acento de terror. ¡Voto a tal! ¡aun cuando debiéramos cargar los cañones con grumetes, se hará fuego contra los ingleses! exclamó el maestro Durand subiendo rápidamente al puente.
Fui a ver a Jorge Federly en la embajada, comimos juntos en Durand y después nos fuimos a la Opera; tras una ligera cena nos presentamos en casa de Beltrán, poeta de alguna reputación y corresponsal de La Crítica, de Londres. Ocupaba un piso muy cómodo, y hallamos allí algunos amigos suyos, personas muy simpáticas todas, con quienes pasamos el rato agradablemente, fumando y conversando.
Entonces, el señor Durand, el-calafate de a bordo, se aproximó, tomó el pulso al paciente; después, ensayando una mueca, se encogió de hombros e hizo un signo significativo a maestro Zeli. El gratel funcionó de nuevo, pero su sonido ya no era seco y restallante como cuando caía sobre una piel lisa y pulida, sino sordo y mate como el ruido de una cuerda que golpease una boya.
Y el señor Durand, artillero-carpintero-cirujano del brick, hacía notar juiciosamente que ninguno de los negros sometidos a la vigilancia de Kernok padecía de aquella somnolencia y de aquella pesadez peculiar a los demás negros.
La brisa fresquea; vamos, muchachos, limpiemos el puente. Y en cuanto a los heridos... en cuanto a los heridos repitió golpeando maquinalmente el empalletado con su hacha , les harás llevar a la corbeta, maestro Durand dijo bruscamente. ¿Para...? preguntó éste con aire interrogativo. Ya lo sabrás respondió Kernok con aire sombrío, frunciendo sus espesas cejas.
¡Maestro, balas! ¡pronto, balas! ¡Balas! ¡santo Dios, qué cañonazos! si vais tan de prisa durante un cuarto de hora, las gargantas de nuestros cañones se secarán pronto. Tomad, hijos míos, y cuidadlas bien, son las últimas. Entonces el señor Durand abandonó el saco de artillero para tomar el martillo del calafate, y se precipitó hacia la bodega para tapar la vía de agua.
Grano de Sal sacó un reloj lo menos de una pulgada de grueso. Tiene usted razón, señor Durand, son las diez. Después, alargándole el reloj, atado con cuidado a una larga cadena de acero reforzada con un cordón negro: Vea, ¿lo reconoce usted? dijo al maestro.
Visitó a Meissonnier, convidó a comer a Carlos Durand, y pudiendo conseguir que Raimundo Madrazo la diese algunas lecciones por pura galantería de cumplido caballero, volvióse a Madrid, dejando a Rosa Bonheur tamañita y royéndose los codos de envidia.
Palabra del Dia
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